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Habían llegado noticias de que en el norte los salvajes se comportan de forma extraña y su padre parecía estar por primera vez preocupado por la frontera norte. Muchos de los cortesanos que hasta ese momento solo se preocupaban por frivolidades comenzaron a ver con cierta preocupación a Andros. Pues su prometido parecía comenzar a prepararse para la guerra, sus hombres no paraban de entrenar y Andros se movía de un lugar a otro buscando cosas, algunos decían que buscaba hombres para llevar al norte, otros decían que buscaba armas o suministros, pero Maria sentía que lo que hacía era buscar una forma de controlar el impulso que lo invadía.

- Tenemos que hacer algo - escuchó un día cuando caminaba por los pasillos - no puedo quedarme aquí, déjeme marchar al norte.

María al espiar por una puerta entreabierta pudo encontrar a su padre, el cual estaba sentado en un escritorio agarrándose la cabeza, Andros estaba allí parado frente al rey y otros caballeros también estaban allí observando al joven.

- No puedo permitirlo - le dijo angustiado el rey - no es seguro.

- Mis primos luchan, los hombres luchan sin mí, le dije que esto pasaría, yo mantenía a los salvajes a raya, ahora no estoy allí, creen que el norte es débil con mis primos al mando del ejército.

- Pues se equivocan, tus primos ya los han repelido en más de una ocasión.

- Eso cree usted - le recrimino - pero nunca se habían agrupado en un ejército tan grande, mis primos caerán sin mi ayuda.

Muchos de los caballeros presentes parecían ver al joven con cierta lástima.

- No le pido que me de un ejército para luchar contra ellos, solo le pido que me deje partir con mis hombres - el joven Andros parecía temblar de miedo.

- Tu no harás la diferencia, ¿Por qué no confías en tus parientes? - el rey no parecía retroceder ni un centímetro de terreno.

Andros en ese momento pareció llegar al límite de su paciencia, se dejó caer de rodillas frente al rey. María no podía creer lo que estaba viendo, su prometido no parecía ser la clase de hombre que hacía esa clase de cosas, suplicar de esa manera se consideraba como una deshonra para cualquier caballero.

- ¿Qué es lo que desea de mí? - le pregunto enloquecido Andros - haré lo que usted desee, pero por favor, déjeme partir, mi pueblo, mi familia, el norte me necesita.

- Lo que quiero de ti lo harás sin necesidad de que haga esto - le reclamó el rey - el norte se va a defender solo, han resistido siglos de esta manera y lo seguirán haciendo.

María nunca había escuchado a su padre hablar de esa manera y con ese tono a nadie, parecía que enserio no le importara lo que pudiera ocurrir en el norte. María pensó en las aldeas y en el castillo de Las Diez Forjas, en las personas que vivían allí y que parecían estar siendo abandonadas por su rey.

- Así que - dijo abatido Andros - ¿así es como ven a mi pueblo?.

El silencio se apoderó de todo el salón en donde se encontraban, Andros parecía haberse convertido en una sombra de lo que realmente era, estaba de rodillas con la cara fijada al suelo. María no sabía porque, pero estaba segura de que Andros estaba llorando.

- Nosotros - dijo fríamente y con claro desprecio el joven norteño mientras levantaba la mirada y la clavaba en su padre - no somos su maldito escudo de carne.

- ¡Insolente! - le gritó uno de los caballeros presentes.

- No pienso quedarme de brazos cruzados mientras sacrifican a mi pueblo por un rey que no hace nada - fueron las últimas palabras de Andros, el cual ahora se estaba parando.

El Consorte y La ReinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora