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Mientras los hombres llevaban a cabo sus entrenamientos de rutina él se encargaba de inspeccionarlos. Había traído a veinte hombres de Las Diez Forjas, debía mantenerlos en forma y bien entrenados.

Golpe tras golpe, posición tras posición, arma tras arma, debían entrenar hasta conseguir perfeccionar al máximo sus habilidades, si debía estar más tiempo en el sur del que deseaba se encargaría de mostrarle a los del sur lo que realmente eran los norteños que tanto menospreciaban.

Había pasado una semana desde el incidente con aquella mujer salvaje en la cena con el rey, agradeció aquel incidente, pues era la excusa perfecta para mantenerse alejado de todos los miembros de la corte y a la vez intimidar a los pretendientes que la reina buscaba espantar.

- ¡Vamos! - grito a sus hombres - a eso llaman una estocada, háganlo mejor o les juro que tendrán que levantar toda la mierda de los establos. 

Mientras entrenaba a sus hombres pudo ver que varias personas los acechaban con la mirada, varios eran caballeros de la corte o soldados que deberían estar montando guardia.

- ¡Se acabó por hoy! - les gritó a sus hombres luego de un buen rato de tenerlos dando estocadas con la lanza - debemos irnos, hay demasiados curiosos para mi gusto.

Sus estancias se encontraban en una de las torres del castillo, estas estancias consistían de cuatro pisos, en el primero se podía encontrar el lugar de la servidumbre, donde vivía los hombres que le servían, en el segundo se podían encontrar las estancias de sus hombres, las cuales eran muy cómodas, pues estaban preparadas para mas del doble de hombres de los que vivían allí. En el tercero se encontraba una gran sala, que a su parecer era perfecta para pasar el tiempo, era amplia y contaba con muchas ventanas, las cuales abría durante la noche y llenaban todo el recinto de un aire fresco y agradable.

Por último, en el último piso se encontraban sus aposentos, los cuales no eran para nada de su agrado, eran demasiado grandes y calurosos. Prefería quedarse en el salón de abajo donde había muchas ventanas y donde podía dormir con el frío de la noche.

Esa tarde fue invitado por Héctor, el cual se había convertido en su amigo más cercano en el sur.

- Gracias por haber venido joven señor - le dijo mientras caminaban entre las estanterías de la biblioteca.

- Hablar con alguien que tiene modales siempre es un placer - le dijo Andros, a lo cual el anciano respondió con una risa.

- Lamento lo que pasó esa noche, la señorita Keyla es demasiado...

- Salvaje.

El maestro simplemente se rio, siguieron caminando y discutiendo asuntos que le parecieron muy interesantes, pero finalmente salió a flote un tema que él odiaba.

- ¿Qué piensa de la guerra? - le pregunto.

- He dedicado mi vida a la guerra - le dijo mientras observaba un libro que había llamado su atención - desde que tuve edad para levantar una espada.

- Es por eso mismo que le hago esta pregunta, es un hombre joven y fuerte que tiene a pesar de su corta edad más experiencia que muchos caballeros y grandes señores.

- Todo lo que ha dicho no es algo de lo que esté orgulloso - tomó el libro que tanto le intrigaba y lo guardó bajo su brazo - tomaré este libro, si no es una molestia.

- Tome lo que desee, el conocimiento le pertenece a todos - le contestó - pero me gustaría que respondiera la pregunta.

Andros se mostró asqueado, muchas veces había surgido ese tema con muchos de los cortesanos con los que había hablado y había aprendido una cosa muy importante, no se podía hablar de la guerra con alguien que no la había vivido.

- La guerra es el infierno - le respondió finalmente - es lo que vuelve al hombre un monstruo, es el medio por el cual se persigue y obtiene poder a cambio de la vida de miles de inocentes que no saben por lo que luchan.

- Una profunda reflexión - comentó su interlocutor - ¿usted sabe por lo que lucha?.

- Luche tanto que puedo saber exactamente porque lucho, lucho por mi pueblo, lucho por mi familia, no por un rey que no conozco, no por honor, no por gloria, luchó para que nuestras aldeas no sean quemadas, luchó para que los niños puedan ser niños, luchó para que ninguno de ellos sea como yo.

- ¿Qué es usted?

- Un monstruo, soy uno de los monstruos que usan las madres salvajes para asustar a sus hijos, soy uno de los monstruos que ellos deben destruir para conseguir sus objetivos, soy el monstruo que mata a sus padres, a sus hermanos, a sus esposos e hijos - Andros se arto de hablar de ello y se alejó caminando, pensó que el anciano lo seguiría, pero no lo hizo, en cambio se encontró al salir de las estanterías con una persona encapuchada que le hizo una reverencia, a lo que Andros respondió con una inclinación de cabeza.

Cuando estaba afuera de la biblioteca se encontró con el ayudante que traía una enorme pila de libros, mantuvo la puerta abierta para que pudiera pasar.

- Gracias Andros - le agradeció el joven con confianza.

Le sonrió al joven y asintió con la cabeza.

Los días pasaron y se cumplió un mes desde que había llegado a aquel lugar, fue en ese entonces que llegaron noticias del norte, sus primos habían logrado repeler una gran invasión de los clanes, razón por la cual durante todo el día Andros junto a todos sus hombres se dedicaron a beber y comer en el salón de su torre, debían festejar el bautismo de sangre de sus primos.

Pero esa no fue la única noticia que le había llegado del norte, también había recibido finalmente una respuesta de Helena, fue el joven que la reina había puesto a su servicio el encargado de traerla a sus manos.

Helena lo extrañaba, decía que lamentaba no haberse despedido de él y que lo que más deseaba era estar a su lado. El saber que su amor lo había perdonado alegró el corazón de Andros, al instante de terminar de leer la carta escribió una respuesta y envió algo más en el sobre, algo mucho más valioso que cualquier pertenencia que pudiera poseer, la sortija de su madre, deseaba que Helena la tuviera. Tenía todo a su favor, la reina era su aliada y parece ser que podría tener una vida con la persona que más amaba.

El Consorte y La ReinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora