CAPÍTULO 44

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Ha pasado ya una semana desde que Carlota asesinara a la Nena en el patio en esa trifulca que se formó entre ambas bandas por mi culpa, aunque me importa bastante poco que haya muerto alguien por mis acciones. Ha sido un verdadero alivio para todas, incluso para mí, quitarnos a la Nena y a Carlota de encima, pues la han metido en el módulo de presas peligrosas para separarla del resto.

Ahora sus chicas están bastante perdidas, no se meten en problemas con nadie y parecen estar esperando futuros acontecimientos, a si su líder vuelve de nuevo a nuestro módulo o se disuelve la banda definitivamente, como ha pasado en el caso de la banda de la Nena. Y todo lo he hecho yo. Se han matado entre ellas guiadas por mí como unas marionetas y sin saberlo. Esa misma noche, cuando pensé en ello, no pude evitar una carcajada. Soy la hostia.

Al salir del comedor tras el desayuno, veo a Blas lanzándome una disimulada señal para que le siga hasta el cuarto de la limpieza, me toca limpiar y además recoger un regalo. Cuando entro al cuartucho y lleno de agua limpia el cubo, Blas aprovecha para meterme en el bolsillo del pantalón el móvil.

—Nuevo, 100% de batería, tardará en consumirse si lo mantienes apagado la mayor parte del tiempo. El pin es 1472. Tiene 50 euros de saldo y la clave del wifi puesta, el que usamos los funcionarios —me informa en voz baja.

—Genial, gracias. La familia bien, ¿verdad?

—Por favor, no les hagas daño —me pide poniéndose nervioso.

—¿Por qué iba a hacerles nada? Me has ayudado.

Blas asiente tenso y sale del cuarto para continuar su ronda por la galería.

—Aunque —llamo de nuevo su atención— no tendré piedad si intentas jugármela o chivarte de que tengo un móvil.

Blas gira medio cuerpo y me mira asustado.

—No lo haré, descuida.

—Eso espero.

Dejo que Blas se marche y salgo minutos después empujando el carrito de limpieza. Ni siquiera puedo hacerle nada a su familia desde aquí dentro, pero eso él no lo sabe. El miedo de tu enemigo es la mejor baza que puedes usar cuando no tienes armas.

El ansia me pide a gritos entrar de una vez al correo y escribirle cuanto antes a la portuguesa, pero debo ser paciente, es arriesgado hacerlo ahora. Lo mejor será actuar con normalidad, limpiar la galería y, cuando vaya a mi cuarto a descansar, esconder el móvil. Por la noche, bajo las sábanas y con el brillo de la pantalla todo lo bajo posible, le escribiré.

Veo a Cristina salir de nuestra celda con sus cuadernos y libros, es su hora de dar clases. Mañana tiene un examen y está más nerviosa que de costumbre.

—Que te vaya bien —le deseo.

—Gracias, hoy va a ser el último repaso antes del examen.

—Lo harás bien, confía en ti —le digo.

Estos últimos días me he centrado en afianzar su confianza en mí, debe seguir sirviéndome de ayuda. Cristina me agradece los ánimos con una sonrisa y dándome una caricia en el brazo. Esa muestra de afecto me hace recordar los abrazos de Caterina y siento como la echo de menos. Nunca pensé que echaría de menos recibir un abrazo suyo, pero es así, esa portuguesa consiguió ganarse hace tiempo mi corazón a pulso por mucho que me fastidie.

Con el cubo hasta arriba de agua, subo a la tercera planta del módulo uno y empiezo mi jornada. Limpiar y limpiar. Normalmente me lo tomo en serio porque no me gusta estar rodeada de suciedad, pero hoy tengo prisa. No sé si podré tener la paciencia suficiente hasta que llegue la noche para escribirle a Caterina. Así que friego todo el suelo con rapidez y termino mucho antes que otras veces para meterme en mi celda y echarme en la cama.

La AjedrecistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora