CAPÍTULO 46

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Cuando Cristina me llevó a enfermería con fuertes dolores en el costado por un golpe contra la barandilla de la galería, no dudaron en trasladarme de urgencias al hospital más cercano de la prisión, acompañada, eso sí, por un par de policías. Una vez allí me hicieron una radiografía y se aseguraron de que la fractura no me había ocasionados lesiones más graves en el bazo o el pulmón.

Después me llevaron a una habitación vacía y vigilada, y con un analgésico fuerte que me dejó un poco grogui. Por lo que pude escuchar de la conversación entre el doctor y la policía, me dejarán esta noche ingresada y mañana mismo me darán el alta, tal y como había planeado.

Este plan fue uno de los primeros que pensé, y aunque la idea de joderme a mí misma no era muy atractiva, al final ha valido la pena. Estoy a nada de conseguir mi ansiada libertad.

Uno de los policías me hace compañía dentro de la habitación, mientras otro vigila la puerta. No sé cómo se las apañarán para sacarme de aquí, Caterina no me dio muchos datos, prefería que supiera lo mínimo, pero sé que Abdel puede aparecer en cualquier momento.

Cada ciertas horas aparece una enfermera preocupándose por mi estado y para administrarme el calmante, la verdad es que el dolor es muy molesto, me cuesta respirar. Pero a la vez no me gusta mucho que me estén administrando calmantes todo el tiempo, me siento medio dormida por muchos intentos que haga por activarme.

Así paso la noche, intentando mantenerme despierta y viendo al policía dar cabezadas de vez en cuanto. En un momento dado, le dan el relevo al policía y el que viene parece mucho más despejado, aunque igual de serio que su compañero. No me habla, no me mira, solo se limitar estar ahí e intervenir si hiciera falta.

En algún momento el sueño me vence, no sé cuántas horas duermo, pero de pronto un enfermero me despierta y me habla con un acento que no tardo mucho en identificar. Los marrones ojos de Abdel son lo primero que veo al despertarme. Me hago ilusiones pensando que ya no estoy en el hospital, pero no es así.

Va ataviado con un uniforme del hospital que seguro habrá mangado de los vestuarios de enfermería. Me explica que tiene que llevarme a hacerme una última prueba antes de darme el alta y volver a prisión. Miro entonces a la ventana, aún somnolienta, y veo que ya es de día, deben ser las ocho. Abdel le explica lo mismo al policía, y éste, un poco desconfiado, acaba aceptando creyendo el papel de mi amigo.

Abdel me ayuda a sentarme en una silla de ruedas que ha traído para trasladarme y el policía me esposa las manos por seguridad. No será un problema quitármelas con unas ganzúas, pero no creo que vaya a ser muy bien visto por nadie salir a la calle esposada. Esto es un problema.

Salimos de la habitación y Abdel me lleva tranquilo, para no levantar sospechas, hasta un ascensor que, por suerte, encontramos vacío. Una vez dentro da al botón de stop y maldice por las esposas.

—Mierda, necesitas vestirte y esto no ayuda en nada.

—¿Cuál es el plan?

—Bajarte en la última planta y salir como si no fueras una paciente. Fuera del hospital, en la misma entrada, te espera la portuguesa en un toyota blanco.

—Si salgo en bata del hospital y con esposas no llego al coche ni de coña.

—Lo sé, lo sé. Déjame pensar —dice él frustrado, rascándose la perilla que se ha dejado crecer.

—No hay tiempo, Kebab —replico poniéndome en pie, un poco mareada por el último analgésico que debieron ponerme mientras dormía—. Tenemos que salir de aquí ya.

Abdel saca del interior de su uniforme una barriga falsa que llevaba anudada a su cintura. Abre la cremallera y de dentro, en vez de salir espuma, sale un vaquero y una camiseta. Con rapidez me ayuda a ponerme los pantalones, pero la camiseta ya es más complicado.

La AjedrecistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora