Un ruido me sobresalta. Miro la hora en el reloj que me regaló mi padre hace apenas unos meses por mi cumpleaños; son las tres de la madrugada, otra noche de insomnio en mi pequeño refugio, leyendo bajo la luz de un flexo por quinta vez El retrato de Dorian Gray. Todo está en silencio, no se escucha un alma, mis padres hace horas que se durmieron y solo se oyen los ronquidos de mi padre a los lejos, en su habitación. Continúo leyendo como si nada, habrá sido algún ruido exterior.
Sin embargo, cuando pasan unos pocos minutos, los ronquidos de mi padre dejan de oírse. Qué extraño, no suele desvelarse nunca para ir al baño. No a estas horas, desde luego. Al momento, escucho unos gruñidos y distingo la voz de mi madre, como si se estuviera peleando con alguien. Eso me pone en alerta, algo está ocurriendo, mi padre no pegaría a mi madre así de la nada.
Miro a mi alrededor, mi pequeño habitáculo creado en el desván de casa, mi refugio lejos de mi inmensa habitación que solo uso para dormir y hacer deberes. Entre tanto caos de libros formando pequeñas torres y un cuaderno desperdigado por el suelo donde escribo mis pensamientos más turbios, encuentro escondido en el bolsillo de una sudadera amarilla un pequeño punzón que hice hace un par de años usando un trozo de madera a escondidas, aquí mismo, limando la madera con una vieja navaja oxidada. Si mis padres conocieran la extraña afición por las armas que tengo desde bien pequeña pensarían que soy un demonio. O les daría igual, como siempre.
Agarro el punzón con fuerza y lo escondo medianamente bien en mi mano, dejando la punta afilada asomando. Quizás mi padre, por alguna extraña razón, esté pegándole una paliza a mi madre en estos momentos, y aunque tampoco me importa mucho, prefiero estar preparada por si después viene a por mí. O también han podido entrar a robar, aunque lo dudo, hubieran saltado las alarmas.
Con sigilo, bajo las escaleras del desván, intentando que la madera no cruja bajo mis pies. Una vez llego abajo, saco del bolsillo de mi pantalón una pequeña linterna y la enciendo para alumbrar el extenso pasillo que debo recorrer, pero apunto al suelo para no ser descubierta tan pronto. Aquí abajo escucho mucho mejor unos pasos descendiendo las escaleras, los gruñidos de mis padres como si alguien les hubieran tapado la boca, y los susurros de varias personas. Vale, han entrado a robar, y no cualquier banda de pacotilla, estos han sabido desconectar las alarmas.
Tengo miedo, odio reconocerlo, pero la luz de la linterna tiembla bajo mi mano. Cojo aire y avanzo poco a poco hasta llegar al final del pasillo. Veo entonces como la luz del salón se enciende y decido apagar mi linterna. Ahora las voces se escuchan mucho más claras.
—Dinero, joyas, cualquier cosa de valor que veáis —dice una voz grave, rota casi, y con acento italiano.
De nuevo escucho los gruñidos de mis padres, amordazados por lo que veo una vez que llego hasta el descansillo de la escalera. Agazapada en la oscuridad, los contemplo atados a las sillas del salón, mi madre sin dejar de llorar y mi padre furioso intentando soltarse del amarre, sin éxito. Por el salón veo a cinco hombres, cuatro de ellos rebuscando con guantes puestos y cierta delicadeza por todas las habitaciones de la planta baja de la casa, mientras que el quinto está acuclillado frente a mi padre, con una pistola en una mano. Tiene un aspecto calmado, parece ser el líder.
—Patron, aquí creo que he encontrado algo —avisa uno de ellos con acento francés.
¿Acaso son todos extranjeros? El tipo es un chico rubio, con el pelo perfectamente recortado. Está afeitado y, con su piel blanca, sus ojos se ven tan azules como el mar en días buenos. El que parece ser el jefe le sigue hasta el despacho de mi padre, ha debido de encontrar la caja fuerte. Una lástima que ahí no vayan a encontrar nada de valor, mi padre no es tan idiota.
—Abdel, vieni qui —llama el italiano a otro de sus hombres.
Abdel, un chico de piel morena y pelo rizado y negro como el carbón, se dirige hasta el despacho, supongo en seguida que será un experto abriendo cajas fuertes. Otro chico con el típico aspecto de un gitano le sigue con curiosidad y se queda en el dintel de la puerta, observando lo que hacen los otros tres dentro. El hombre que quedaba, de aspecto más mayor que los tres chicos anteriores, se queda vigilando que mis padres no hagan alguna tontería. Éste tiene las espaldas anchas, es alto y fuerte, y tiene el pelo rubio con algunas canas en las sienes.
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La Ajedrecista
Fiction généraleJulia es una joven de buena familia, con un padre adinerado que le da la mejor educación a nivel académico. Sin embargo, la educación emocional brilla por su ausencia. En base a esto, la personalidad de Julia se va formando con una clara tendencia a...