CAPÍTULO 20

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Estoy en el baño curándome las heridas que me hice ayer en los nudillos cuando escucho la puerta de casa abrirse. Me pongo un vendaje rápidamente y bajo al salón donde ya están todos arremolinados junto a Francesco y Bertrán. Ambos se muestran cansados, con ojeras y barba de estos días sin afeitarse ni asearse, toman asiento en la mesa del salón y deja sobre ella la bolsa con las joyas. Lo sabía, sabía que no nos traicionarían. Caterina les ofrece café a ambos y empiezan a contar lo que les ha sucedido en estos días.

Al regresar a la ciudad volvieron a toparse con una patrulla de policía y tuvieron que darles esquinazo, acabaron escondidos en un pueblo cercano a la capital y en un descampado quemaron el coche. Pasaron el resto de la noche al raso, y en cuanto amaneció se hospedaron en un pequeño hostal. Nadie del pueblo los vio llegar esa noche, así que todos pensaban que acababan de llegar de buena mañana, los vecinos no sospecharían de ellos en principio.

Allí pasaron una noche más cuando en los periódicos leyeron que una joyería había sido robada por una banda bien organizada y que se buscaba un furgón negro que habían utilizado para escapar. En el pueblo no tardaron en encontrar los restos de la furgoneta y en avisar a la policía, así que a los nuestros les tocó irse de allí lo más tranquilos posibles para no levantar sospechas.

Hicieron autostop y un camionero que se dirigía a la ciudad les hizo el favor de llevarlos, la labia de Francesco sirvió para ganarse la confianza de aquel tipo que los vio como a dos pobres turistas perdidos. Una vez llegaron a la ciudad se hospedaron en un hotel como dos turistas más de los que llegan y dejaron pasar otro día antes de volver a la casona. Se han pasado toda la noche caminando para llegar temprano.

Cuando Francesco termina de contar todo el relato, le pide a Bastián que lleve la bolsa con los relojes robados a su despacho, y me pide a mí que le acompañe.

 —Sabía que volverías —le digo cuando ya estamos dentro.

Francesco se deja caer en su sillón como un peso muerto, está agotado. En silencio, empieza a sacar las joyas de su bolsa, y después los relojes que trae Bastián, para guardarlos en su caja fuerte. Mientras tanto, me siento en una silla frente a él, impaciente por saber para qué me ha traído aquí. No creo que a los chicos les haya dado tiempo de contarles la pelea que hemos tenido.

Francesco cierra la caja y me mira unos segundos en silencio. Me remuevo inquieta en mi asiento y desvío la mirada hacia el tablero de ajedrez. Hace tiempo que no jugamos.

 —¿Qué te ha pasado en la mano, niña? —inquiere tranquilo señalando mi mano vendada.

Me quedo en silencio, no sé qué responderle, ni siquiera he pensado qué excusa ponerle. Es una tontería mentirle, estoy segura que alguien se chivará del altercado que ocurrió cuando él se fue.

 —Me peleé con unos árboles —acabo respondiendo, no es una verdad absoluta, pero tampoco una mentira enteramente.

Francesco sonríe irónico y se restriega los ojos con ambas manos, poniéndolos rojos al momento. Nunca le había visto así de cansado, me da pena que haya tenido que huir de la policía estos días y no dormir apenas, para que el resto desconfíe de él.

 —Debieron hablarte mal esos alberi —continúa mi trola.

 —O hablaron mal de ti, jefe —suelto como un dardo envenenado.

No fui yo quien dudó de él, sino los demás, ellos merecen una reprimenda.

 —Así que te has peleado con unos alberi per defenderme. Qué leal, niña.

 —Más que los que dicen serlo —digo a la defensiva.

 —La lealtà en este mondo hay que cogerla con pinzas, Julia —me dice poniéndose serio—. Agradezco tu lealtà, ma non seas ingenua, entre ladrones no hay valores, e molto menos entre assassini. Así que si ven la opportunità de clavarte un pugnale por la espalda, lo harán.

La AjedrecistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora