Sentado tras su escritorio, Vlad revisaba la carpeta azul. Leía la hoja dedicada a Maximov, su hermano mayor. La información que había averiguado sobre él y la poca que recordaba, todo estaba allí. Una vida de dieciocho años reducida a una plana de una hoja tamaño oficio; catorce años junto a él reducidos a dos instantes: una conversación sobre cereal durante un desayuno y fragmentos mudos en el auto antes del accidente, nada más.
¡Cereales! Le daban ganas de reír y llorar. A Maximov le gustaban las hojuelas bañadas en chocolate, él en cambio comía cereal integral, el más saludable, el mismo que comía su madre. “Eres un hijito de mamá, Vlad, admite que esa mierda no te gusta, que sólo te la tragas para complacerla. Eres un cobarde”, le decía su hermano. “Al menos a mí no me castigan” le decía él, llevándose una cucharada de cereal con leche a la boca. Fin del recuerdo.
Tras el accidente y en cuanto estuvo en condiciones, probó todos los cereales disponibles en el mercado. No pudo reconocer ni recordar el sabor del que supuestamente le gustaba. Los sirvientes no supieron decirle la marca correcta tampoco, eran nuevos, todos contratados después del accidente. Tal vez sí era un hijito de mamá y el cereal era tan insignificante para él que no valía la pena recordarlo.
—Tal vez soy un cobarde —dijo Vlad, mirando la fotografía del joven muchacho con quien guardaba un discreto parecido—, tal vez por eso yo sigo vivo.
Era sábado y no tenía trabajo. Cuando estar en el despacho con los fantasmas de la carpeta se volvió insoportable, salió de la mansión. Iría al jardín hasta que también los fantasmas que allí moraban lo volvieran insoportable. No esperaba encontrarse con alguien que todavía no lo era. En la pérgola, iluminada por los rayos del sol que la abrazaban a través del ramaje, Sam leía un libro. Su cabeza se agitaba. Los cables blancos que bajaban por los costados de su rostro eran la causa. Movía los labios, probablemente cantando palabrotas.
De su bolsillo ella sacó el teléfono y escogió una canción. Una amplia sonrisa llenó su rostro. Cerró los ojos a medida que era inundaba por las notas de aquella melodía que tanto placer le causaba. Oía un coro de ángeles celestiales, eso delataba su expresión de embelesamiento. Estaba maravillada y miraba ahora el aparato con fascinación infinita.
Difícilmente lo que oía era rock duro, supuso Vlad. Debía ser algo más, algo dulce, que amara con toda su alma, eso veía en su sonrisa, eso veía en sus ojos soñadores. ¿Había visto tal expresión antes? ¿Alguien lo habría mirado con tanto amor alguna vez? Vlad se llevó la mano hasta el costado del vientre, donde tenía el tatuaje.
—¿Todavía te duele? —le preguntó Evan.
—Sólo dolió el primer día, pero tardó en dejar de estar rojo e inflamado. Ahora ya está bien, es momento de que ella lo vea.
—Bien. ¿Tienes listo lo que le dirás?
—Claro, llevo días preparándolo. Le diré que me ayude a descifrar un mensaje que tengo escrito en la piel. Entonces le entregaré la tarjeta donde salen las letras y su significado. Ella verá que es su nombre y le confesaré mis sentimientos.
—¿Te lavaste los dientes? Porque va a querer besarte hasta dejarte sin aliento.
—No lo había pensado.
—Pues claro, hombre. Tu primer beso debe ser perfecto.
—Pero no quiero que sepa a dentífrico.
—Ella tampoco querrá que sepa a cigarrillo. Ten, come uno de estos dulces. Se me acabaron los de menta, pero el anís no está mal.
—Está bastante bueno —dijo Vlad, saboreando el caramelo—, y es de color violeta, debe ser una señal.
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Prisionera de Vlad Sarkov
RomanceCuando la joven Samantha Reyes llegó a trabajar como maestra particular del hijo menor de la acaudalada familia Sarkov, jamás imaginó que el excéntrico hermano mayor le hiciera las cosas tan difíciles, hasta el punto de convertirla en su prisionera...