Sam caminaba por los pasillos de la mansión Sarkov. Había estado unos cuantos meses allí, pero se sentía como si hubiera pasado años sufriendo y riendo entre sus muros. Ciertamente le producía sentimientos encontrados. Ganaban los positivos, por eso seguía allí a pesar de todo. Su amor por Vlad e Ingen eran superiores al miedo y se alegraba por eso, en ellos encontraba el valor para continuar.
En esa casa también había madurado, la universidad Sarkov y los múltiples roles que se había visto obligada a ejercer la habían dotado de experiencia para enfrentar la vida, así lo veía ella, todo era una oportunidad para aprender. De ser maestra pasó a ser sirvienta, sumergiéndose a la oscuridad de la esclavitud, a la injuria de la esclavitud sexual, pero ascendió para convertirse en novia secreta, maestra de nuevo y luego novia oficial. Ahora era la novia engañada y caminaba para llegar a la escena donde interpretaría su más reciente rol: la cómplice de Vlad Sarkov.
Llamó a la puerta del despacho. La voz de Anya la invitó a entrar. La pulcritud con la que se encontró la hizo dudar de que el episodio del día anterior hubiera realmente ocurrido, nada estaba fuera de su sitio, todo lucía en perfecto orden. Y probablemente el álbum de fotos ya no estaba allí ni en ningún lugar donde pudiera ser encontrado.
Avanzó con lentitud hacia el escritorio. Los hombros encogidos, la mirada gacha, la expresión compungida, todo apuntaba a hacerla lucir inofensiva y sumisa. Estaba actuando realmente bien, la mirada fría y feroz que le dio Anya nada más verla entrar la había inspirado. ¡Y de qué manera! Ya no sería necesario picarse los ojos para llorar.
—¿Qué haces aquí, Sam?
—Quería disculparme, señora. Ayer fui muy impertinente, no quise incomodarla. Yo no soy nadie para decirle lo que debe hacer con su familia, yo no soy parte de su familia y… y ahora que Vlad está con Antonella creo que seré mucho menos que eso. —Empezó el llanto.
Sus lágrimas fluían de manera tan natural que hasta el mismo demonio podría compadecerse de sus brillantes ojos inundados de dolor. Se merecía un Oscar. Vlad le había dicho que lo hiciera durante la cena, que le lanzara la comida o jalara el mantel arrasando con todo sobre la mesa. Ella no iba a exponer a Ingen a tanta infamia, era mejor hacerlo a solas con Anya.
—Ya, Sam. No llores. —Le tendió unos pañuelos de papel que sacó del cajón de su escritorio—. Eso no pasará, tú eres su novia, la otra es una cualquiera, una entretención pasajera. Vlad se aburrirá de ella, tal vez hasta la olvide y volverá a ti.
—Usted… usted me había dicho que él no era mujeriego… —Sam hipeaba como si hubiera estado llorando por horas.
—No lo es. Probablemente está confundido. Esa zorra es astuta y se aprovecha de las debilidades de mi hijo. De sólo pensar en ella siento… siento deseos de arrancarle los ojos.
Sam apretó los suyos. Eran lo más valioso de su cuerpo porque con ellos fijaba el blanco de su cámara. Lloró con más fervor y talento.
—Anoche… anoche él llegó con un chupón en el cuello… Si esa mujer es una cualquiera como parece serlo, podría contagiarle alguna enfermedad asquerosa.
Anya se llevó una mano al pecho. Fue hasta el sillón donde se sirvió un trago y llamó a Sam a su lado.
—Vlad dice que quiere estar conmigo, pero… pero de todos modos sigue con ella…
La mujer continuó bebiendo en silencio, oyendo las penosas lamentaciones de Samantha, la pobre novia engañada. Ya se estaba quedando sin saber qué agregar a su dramático guion para conmover a su suegra e impulsarla a actuar.
—Los hombres así jamás cambian —dijo Anya de pronto.
Su voz glacial hizo a Sam estremecerse hasta los huesos. No era una simple opinión, era más bien una profunda reflexión, un grito de auxilio de su alma, esa que tan oscura se le hacía. Y la hizo replantearse toda su puesta en escena. Samantha Reyes no era una llorona, ni una mujer que buscara la lástima de los demás. Tampoco era débil y mucho menos arrastrada. Era media bruta y ahora lo estaba siendo bastante.
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Prisionera de Vlad Sarkov
RomanceCuando la joven Samantha Reyes llegó a trabajar como maestra particular del hijo menor de la acaudalada familia Sarkov, jamás imaginó que el excéntrico hermano mayor le hiciera las cosas tan difíciles, hasta el punto de convertirla en su prisionera...