LII Los reflejos en el pozo

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Todavía no eran las seis de la mañana cuando una mancha negra con franjas calipso se desplazaba por el monótono verdor del jardín de los Sarkovs. Era Samantha, corriendo. Los hábitos madrugadores de su jefe se le habían pegado en estos días que pasaron juntos y el ejercicio matinal la ayudaba a mantenerse de buen ánimo. Imaginó que él estaría duchándose o cepillándose sus perfectos dientes, o escribiendo quién sabía qué en su teléfono.

Se detuvo fuera de su ventana. La luz estaba apagada, tal vez se había vuelto a meter a la cama. Siguió corriendo, dándole algo de color a ese jardín carente de flores. Y en una casa, en una familia donde las flores estaban prohibidas, su jefe se había tatuado el nombre de una. Violeta debía decir el tatuaje. La otra palabra era demasiado excéntrica hasta para alguien como él.

Su corrida la llevó a la pérgola, oscura y silenciosa. Descansó apoyando las manos en el borde del pozo. El aire frío entraba violentamente por su boca, que luego exhalaba un vapor suave, más cálido que el aire que lo precedía. Miró el oscuro ojo del pozo, preguntándose si él conocería los secretos de Vlad Sarkov.

En el negro fondo de paredes musgosas y serena quietud, algo golpeó la superficie del agua con la suavidad de una pluma. Las ondas se dibujaron crecientes hasta chocar con los muros y el agua recuperó su quietud. En el otro extremo, en el ojo luminoso dibujado por el cielo, Vlad Sarkov, de doce años, miraba a la negrura antes de dar otra calada y dejar caer la estéril ceniza de su cigarrillo. Con el humo exhalado formaba anillos que crecían como las ondas en el agua y se perdían en el cielo sobre su jardín, igual que el aroma a tabaco se perdía entre el perfume de las flores que lo rodeaban. Esa era una de las razones por las que escogía ese lugar para ir a fumar.

Una nueva calada y más anillos. Su record era de cinco anillos de una vez. Quería romperlo, así que aspiró a su máxima capacidad, alzando los hombros y separando las costillas. Pasos tras él. Dejó caer el cigarrillo al pozo, soltó el humo, se atoró, tosió, agitando la mano para disipar el humo. Se volvió por fin, con los ojos llorosos y la garganta en llamas, dispuesto a decir la excusa perfecta que se le había ocurrido en los últimos dos segundos. No fue necesario, no era nadie.

—Disculpe, no quise interrumpirlo —dijo ella, con sus labios rosados y su boca pequeña.

Tenía probablemente la misma edad que él o eso creyó. Llevaba un sombrero negro de ala ancha y un vestido largo, también negro. Sus zapatos eran cafés, viejos, feos. Una pueblerina.

—¿Quién eres? —preguntó Vlad.

—Violeta. Soy la hija del jardinero.

—Violeta —repitió él.

Era muy “original” que un jardinero llamara así a su hija. Cuestiones de pueblerinos, supuso. Si fuera médico, ella podría tener un nombre mucho peor. Angina de pecho. Ven aquí, pequeña Angina. Empezó a reír.

—Creo que te falta una escoba, ya sabes, para tu disfraz de bruja —observó, sonriendo burlonamente.

Ella se miró el vestido, con expresión apagada y distante. Volvió a verlo a él.

—No hubiese sido apropiado ir con una escoba al funeral de mi madre.

La sonrisa resbaló del rostro de Vlad. Esperó a que ella comenzara a reír y todo se revelara como una broma. Ella jamás rio.

—No le diré a nadie que lo vi fumando, pero no debería hacerlo. Mi madre lo hacía —dijo ella. Se dio la vuelta y se alejó por entre los árboles.

Vlad se aferró la cabeza.

—¡Dios, por qué tengo que ser tan idiota! Violeta, espera…

Un calambre en la pierna hizo a Sam alejarse del pozo para estirar sus músculos. Volvió a la casa. Todavía faltaba para el café de su jefe así que tras ducharse, ayudó a Kel en la cocina. Quería estar a solas con ella y la acompañó por algunas cosas a la bodega.

—Sam, toma dos latas de espárragos de ese estante.

—Sabes Kel, estaba preguntándome por qué en el jardín no hay flores —dijo, cogiendo las latas.

—Hay preguntas que es mejor no hacerse, Sam. La curiosidad mató al gato.

Eso lo sabía ella perfectamente bien. Se envalentonaba diciéndose que al menos el gato habría muerto satisfecho.

—¿Te dice algo la palabra violeta?

El frasco que Kel tenía resbaló de sus dedos. La mermelada se embarró por el piso.

—Sam, que nadie te oiga decir ese nombre. Está prohibido, absolutamente prohibido.

—¿Por qué?

—No lo sé. Creo que es alguien del pasado del amo Vlad, alguien a quien nadie en esta casa quiere recordar.

Una mujer. Cómo no se le había ocurrido antes, el asunto de las flores la distrajo. Una mujer del pasado de su jefe. Y supuestamente nadie quería recordarla, eso lo dudaba, pues él seguía llevando ese tatuaje. ¡Un tatuaje! Qué era sino una locura de amor. El frío hombre parecía tener un lado romántico oculto, muy oculto. Quiso saber qué tipo de mujer sería esa tal Violeta para conquistar el corazón de alguien que parecía no tenerlo, hasta el punto de hacerlo grabarse su nombre en la piel.

—¿Qué podría pasar si alguien me oyera decir ese nombre? ¿Alguien más lo ha dicho? ¿La sirvienta que desapareció?

Kel asintió, recogiendo los restos del frasco con una pala. Samantha la aferró de los brazos.

—Kel ¿Tú sabes quién la hizo desaparecer? ¿Fue el amo Vlad? ¿Fueron los señores? Kel dímelo, por favor.

—¡Yo no sé nada, Sam! No sigas preguntándome porque no sé nada. No me metas en problemas, necesito este trabajo y necesito seguir viva.

Allí terminó la conversación, con más preguntas que respuestas. Comprendía a Kel y por nada del mundo deseaba perjudicarla. Continuó ayudándola. Su cabeza formulaba hipótesis que explicaran lo que ocurría. Como novelas iban tejiéndose las historias en su mente. Historias de amor perverso y lujurioso entre su jefe sádico y la tal Violeta. Una traición por parte de ella explicaría el nulo interés que él manifestaba tener en las mujeres. Tenía el corazón roto por un mal amor. Esa idea la hizo sentir ternura por él. El sólo hecho de imaginarlo amando a alguien le daba ternura. Su jefe había caído del pedestal de dios inalcanzable donde habitaba al mundo de los mortales, que amaban y sufrían con idéntica pasión. Ahora le parecía mucho más cercano y comprensible. Tal vez por fin comenzaría a entender el actuar de su jefe.

Un mensaje le llegó.

Jefe: trae un café latte descafeinado al despacho.

Un café diferente. Otro indicio de que las cosas habían empezado a cambiar. Partió a la cocina. El café latte se preparaba en base al espresso, añadiendo leche al vapor, eso leyó en internet. Siguió las instrucciones al pie de la letra para que quedara perfecto. Cuando le puso la leche, se le ocurrió hacerle un dibujo encima. Había visto a los baristas hacerlo cuando trabajó de mesera en un café y quedaban bellísimos, tanto que daba pena tomárselos. Ellos dibujaban flores, pero eso era impensado, mucho menos una violeta. Los corazones también eran habituales, pero eso estaba fuera de lugar. Se decidió por una cara, una cara tipo emoji que se lamiera los labios pensando en algo delicioso. Cogió un mondadientes, lo untó en café y empezó a dibujar sobre la leche espumosa. Cuando los baristas lo hacían parecía muy fácil.

Luego de un rato miró su obra, no muy conforme. Los ojos le habían quedado algo desorbitados y la lengua afuera daba la impresión de que lo estrangulaban. Era un perfecto caso de esos en que la distancia entre la expectativa versus la realidad era de aquí a la luna. Ya se había tardado bastante como para preparar otro. Al menos esperaba arrancarle una sonrisa a su amargado jefe.

La puerta del despacho se abrió y la sonrisa traviesa que Sam llevaba se esfumó.

Su jefe no estaba solo, lo acompañaba una mujer.

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Un pequeño vistazo al pasado de Vlad y Violeta.

¿Quién será la mujer que lo acompaña? 😒

¡Gracias por leer!

Prisionera de Vlad SarkovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora