LXIX Llámame Vlad

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Sam ordenaba en la biblioteca el material de las clases de Ingen. Llevaban varios días estudiando para un examen y lo premiaría dependiendo de los resultados.

La puerta se abrió. Vlad entró dando fuertes zancadas y se paró a pocos pasos tras ella, que apilaba unos libros.

—¿Qué me hiciste? —preguntó, con expresión sombría.

—Vete al carajo —murmuró ella.

Vlad casi se cayó de espaldas. Ya le había parecido que ella le hablaba con mucha confianza desde su regreso, pero esto era inaceptable. Nadie le hablaba de ese modo, mucho menos ella.

—¡¿Qué dijiste?!

—¿Quieres que lo grite? ¡VETE AL CARAJO!

Todavía pasmado, Vlad la cogió del brazo. A ver si ella se atrevía a decirle aquello en su cara. La desvergonzada se sobresaltó y de entre su melena alborotada sacó unos audífonos. Ellos emitían un chicharreo que se oyó infernal para los refinados oídos de Vlad.

—¿Estabas cantando?

—Eso no es asunto suyo, ¿Por qué se aparece tan de repente? —Se zafó de su agarre y guardó los audífonos en su bolsillo.

—Esta es mi casa y mi biblioteca, puedo venir cuando quiera y sin anunciar mi presencia ¿Y qué es esa basura que escuchas? Educas a mi hermano y dices palabrotas.

—¿Vino a cuestionar mi trabajo? Eso podemos conversarlo, pero con mis gustos musicales no se meta.

Ella era libre de escuchar lo que le daba la gana y el rock duro era uno de sus favoritos, sobre todo si podía dedicarle sus pegajosas y directas letras a alguien.

—¿Qué le pusiste al té?

—Miel y limón —dijo ella, fingiendo inocencia.

—No me mientas. Son las cinco de la tarde y me vengo recién despertando. Ni siquiera fui al trabajo.

—La idea era que pudiera dormir, no entiendo por qué se molesta. Esto sólo demuestra que mis masajes y mi té son maravillosos. En cuanto a su ausencia al trabajo, diga que fue mi culpa. Quizás hasta me envíen regalos. —Terminó de apilar los libros y los dejó a un costado.

En una carpeta guardó unas láminas con calcomanías. Las había utilizado para decorar una tarjeta. Ingen se pondría feliz cuando la viera. Le había quedado hermosa, ciertamente tenía muy buenas habilidades manuales. Incluso había conseguido calcomanías de planetas, que pegó junto a las estrellas que al niño tanto le gustaban. La dejó apoyada junto a la pila de libros y revisó la hora en su teléfono. Vlad, que se había mantenido en silencio, le rodeó la cintura, apoyando el mentón en su hombro.

—Sam ¿Quieres que te suplique?

Ella suspiró, pensando en aquella ocasión en que, a los ocho años, se había quedado despierta hasta tarde viendo una película de terror. Cuando por fin fue a dormirse, horrorosas pesadillas acosaron sus sueños y salió corriendo al cuarto de sus padres. Su madre gritaba como si no pudiera respirar y su padre estaba sobre ella intentando reanimarla. Sam gritó, pensando que ella se moría. Su padre se sobresaltó y se cayó de la cama. Estaba desnudo, excepto por un brasier rojo. Su madre recuperó el aliento, cubriendo su cuerpo también desnudo. Comenzaron a regañarla y ella lo único que entendía es que estaba más aterrada que antes. Tres años después comprendió lo que ellos hacían. Aunque incluso ahora no lograba entender del todo por qué su padre usaba un brasier en aquella ocasión, esa era una de las escenas más perturbadoras que pudiera recordar. Y recordarla en este momento le permitía mantenerse indiferente a la cercanía de Vlad y a su cálido tacto o a la profunda voz que le hacía vibrar la mejilla. Esa escena mataba todas las pasiones. Era el equivalente a pensar en el gatito muerto, pero sin tristeza.

Prisionera de Vlad SarkovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora