IV Una tacita de café

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Samantha se miró al espejo una vez más, intentando convencerse de que lo que ocurría no se trataba de una pesadilla. El ajustado vestido negro le daba una apariencia sumisa y apagada. Le llegaba hasta la mitad de los muslos y aquello la incomodaba un poco. ¿Cuál era el sentido de que fuera tan corto? Lo peor era el pequeño delantal blanco con encajes en el borde que llevaba encima. Se veía como una sirvienta, pero no se sentía como una. O tal vez sí, pero no de las que sirven la comida, sino las que eran el plato fuerte en los bares para hombres o más osadamente, en una película sucia.

Sólo un mes, se decía para animarse a salir de la habitación, sólo un mes soportando al miserable. En cuanto abrió la puerta, el iluminado pasillo la hizo sentir náuseas y se quedó en el umbral, sin atreverse a poner un pie fuera.

Sólo un mes.

Como no tenía experiencia siendo sirvienta, no sabía si debía ir a preguntarle si necesitaba algo o esperar a que él la llamara, después de todo, le había pedido su número. Al instante, el teléfono en su bolsillo vibró, sobresaltándola. Era su indeseado jefe nuevo.

Jefe idiota: Tráeme café.

Ni siquiera un por favor, qué más podía esperarse de él.

Avergonzada como nunca, dejó la estancia de los sirvientes y llegó a la cocina de la mansión. Allí preguntó por los gustos de su jefe para el café y partió a llevárselo. Se detuvo en el umbral del despacho, sin saber si debía dejarlo en el mueble donde había dejado la carpeta o llevarlo hasta el escritorio. Él siguió trabajando como si nada y no esperaría a que la regañara como la última vez. Dejó la taza en el escritorio.

—Quince minutos tarde —se quejó él—. Cinco minutos es lo máximo que esperaré por un café, de lo contrario, no lo traigas.

Ella asintió, apenada, pero agradeciendo que no la hubiera mirado todavía.

—El café se ha chorreado sobre el platillo y la taza goteará cuando la levante, manchando mi escritorio ¿Quieres arruinar mi trabajo?

—¡No, no, yo no! —aseguró, más apenada todavía—. Tuve que traerla desde la cocina y subir por las escaleras, por eso tardé y se derramó un poco, no volverá a ocurrir.

Esta vez él sí la observó, admirando el atuendo que llevaba y el llamativo sonrojo en sus mejillas.

—Más te vale —le advirtió—. Cada error que cometas se te descontará del sueldo y tu estadía aquí se prolongará.

Aquello fue un balde de agua fría para Samantha, que ahora cruzaba los dedos para que a su jefe le gustara el café que había preparado.

—¿A esto le llamas café? Está asqueroso. —Rápidamente tomó su teléfono—. Hola, policía. Mi sirvienta está intentando matarme...

—¡No, yo no! Deje eso.

Nuevamente le tocó las manos, intentando frustrar la llamada con el corazón a punto de salírsele del pecho.

—Le pusiste veneno, admítelo.

—¡Claro que no! —se defendió ella, sin dar crédito a las acusaciones de su jefe. No sólo era un patán, estaba loco.

Para demostrarle que el café no tenía nada malo, ella misma tomó un sorbo.

—Le prepararé otro —anunció, reprimiendo una mueca de asco y saliendo rápido a la cocina.

Esta vez probó el café antes de llevarlo, confirmando que le había quedado delicioso. En la bandeja llevó también la cafetera, se lo serviría en el despacho para evitar que se chorreara la taza. Agregó también un platillo con unas ricas galletas que una de las cocineras había preparado. Con orgullo por la buena presentación que tenía la bandeja, partió de nuevo con su jefe.

En el despacho, acomodó la bandeja en una mesa junto al escritorio donde sirvió el café. Lo hizo con lentitud para que el pulso no le fallara y ninguna gota corrompiera la pulcritud de la taza y el platillito de fina porcelana. Dejó la taza frente al hombre, donde también dejó el plato con galletas y unas servilletas.

Se quedó esperando de pie junto a él, que seguía trabajando. La furia la inundaba cada vez que él la ignoraba como ahora. Esperaba que el tipo se tragara sus palabras cuando probara el exquisito café que había preparado.

—Señor —llamó tímidamente.

Él siguió ignorándola.

—Su café ya está listo —recalcó lo evidente, retorciendo con furia el delantal blanco entre sus dedos.

—Son las nueve y cuarto. No tomo café después de las nueve —afirmó, sin arrugar un músculo de su lozana piel ni alterar el tono calmado de su voz.

Samantha no lo podía creer. Su rostro se puso completamente rojo de furia, que desahogó con el delantal. Por poco la tela se rasgó entre sus manos. Inhalando profundamente volvió a meter todo en la bandeja. El aire salía con violencia por su nariz y boca, como si fuera un caballo. Cuando por fin estaba por dejar el cuarto, orgullosa de no haberle lanzado el café encima, el hombre la jaló del delantal y su espalda se pegó al pecho de él. La sorpresa del repentino acto la dejó inmóvil, con la bandeja temblando entre sus manos, sintiéndose completamente indefensa a merced de ese hombre impredecible. Sintió cómo inhalaba brevemente en su cabello, que caía en suaves ondas sobre sus hombros, mientras se acercaba hasta su oído.

—No uses esto —susurró.

Las crípticas palabras cobraron sentido cuando lentamente y con delicadeza le desató el delantal con encajes, liberándola así de su breve, pero tortuoso secuestro. Al menos así lo sintió ella, mientras corría por la lujosa mansión con las piernas a punto de desfallecer.

Ahora más que nunca creyó que trabajar allí sería imposible.

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¿Podrá Samantha seguir trabajando para su jefe? 🤔

¿Qué intenciones tendrá él con ella? 😏

¿Le hubieran lanzado el café encima? 😂

¡Gracias por leer!

Prisionera de Vlad SarkovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora