Vlad puso por primera vez un pie en INVERGROUP y no logró ir más allá del vestíbulo, Ken no había llegado todavía. Eran poco más de las siete de la mañana después de todo. Se quedó esperándolo, sentado en los sillones que había junto a un ventanal. La gente iba y venía, empleados presurosos y sonrientes. El vestíbulo tenía varios accesos por los que ingresaba luz natural, era un lugar luminoso. Del otro lado del ventanal había una pileta con peces en su interior. Unos naranjos con pintas negras, carpas supuso. De vez en cuando alguno se asomaba en la frontera donde el agua se juntaba con el aire y boqueaba. Espiaban a su alrededor, al mundo en el que estaba inmerso su pequeño mundo acuático. Luego volvían a nadar en círculos, pasando una y otra vez por el mismo sitio y así durante su vida entera. A Vlad todo le dio vueltas y se aferró la cabeza.
No le gustaban los peces como mascotas. Eran prisioneros. Al menos las aves, si se presentaba la oportunidad, podían volar de sus jaulas, los peces eran prisioneros perpetuos porque la muerte los aguardaba fuera de la prisión. Maximov había acabado siendo un pez. ¿Qué era él si se negaba a escapar?
Seguía mirando los peces cuando un robot se le acercó. Tenía poco más de un metro de altura. Parecía una pequeña lavadora con dos pequeños brazos doblados en ángulo recto.
—Buenos días, señor ¿Se le ofrece algo para beber? —dijo con una mecánica voz, bastante caricaturesca para su gusto.
En la pantalla que tenía por rostro aparecieron varias opciones, café, té, agua, entre otros. Él seguía un poco mareado, tal vez fuera buena idea un café.
—No quiero nada.
—Entonces puedo contarle un chiste. Ha notado que cada vez…
Debía ser una broma. ¿A qué imbécil podía ocurrírsele hacer un robot que contara chistes? Al tercero que le contó ya quería darle una patada. Miró disimuladamente buscándole algún interruptor para que se callara de una vez. No tenía ninguno a la vista. Tocó la pantalla y un menú se desplegó. Fue apretando distintas opciones en busca de alguna que dijera “autodestrucción”. La solicitud de una contraseña puso fin a su búsqueda. Debió haber pedido un café para lanzárselo encima.
—Ya déjame en paz.
—¿En qué se parece una gata a una pistola?
—No me interesa, máquina infernal —gruñó Vlad. Estaba a un parpadeo de la jaqueca.
—En que los dos tienen gatillos.
No aguantó más y se levantó, demasiado rápido porque todo se fue a negro. Esperó unos segundos y caminó hacia la puerta, refrescándose con la brisa que entraba cuando lo hacían los empleados. Apenas habían pasado quince minutos y ya no daba más. Fortaleza, eso era lo que más necesitaba. Y un analgésico para elefantes.
Un golpe en la pierna lo hizo mirar hacia abajo. Allí estaba su más reciente pesadilla para seguirle haciendo su espera más miserable aún. Se volvió para regresar al asiento y, fingiendo que se tropezaba con el robot, lo lanzó lejos de una patada. Se tiró al suelo también, como parte de la actuación. El impecable piso estaba muy frío y suave, le hubiera gustado acostarse allí unos momentos.
—Señor ¿Está bien? —Uno de los guardias se le acercó.
—Sí —dijo Vlad, poniéndose de pie y sacudiéndose el pantalón—. Sólo me di un golpe en la pierna, nada grave. El robot parece haberse averiado, es una lástima, tan divertido que era.
La máquina había caído de espaldas. En la pantalla trizada, sus ojos verdes habían sido reemplazados por dos equis y tenía la lengua afuera. Estuvo a punto de hacer a Vlad reír.
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Prisionera de Vlad Sarkov
RomanceCuando la joven Samantha Reyes llegó a trabajar como maestra particular del hijo menor de la acaudalada familia Sarkov, jamás imaginó que el excéntrico hermano mayor le hiciera las cosas tan difíciles, hasta el punto de convertirla en su prisionera...