LXI Hasta en las mejores familias I

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¿Qué era lo peor que podía pasar? Eso se preguntaba Sam conduciendo el auto camino a la ciudad donde vivía su abuela, con Vlad de copiloto. Que la avergonzara frente a su familia, eso era obvio, eso era lo que el demonio ansiaba. Sin embargo, tenía la certeza de que no iría muy lejos. A él tampoco le convenía que sus vergüenzas quedaran al descubierto. La retorcida relación laboral que mantenían era un secreto guardado bajo mil llaves y debía seguir siéndolo, tanto para los Sarkovs como para los Reyes. Así que tenía que respirar y relajarse o acabaría sin dedos de tanto comerse las uñas. Era un pésimo hábito. Su abuela le decía que las uñas se le acumulaban en el estómago y le perforarían el vientre y moriría destripada como un pescado. Dejó de comerse las uñas. Y pescado también.

Ahora los malos hábitos regresaban y en el peor momento.

—¿Qué le diré a mi familia? ¿Cómo lo presentaré con ellos?

—Diles que soy tu novio.

Ella se atoró con saliva. Empezó a toser y manotear. Quizás una uña se le había atravesado por ahí. Ya no volvería a comérselas, ya no volvería a confiar en la humanidad.

Su abuela vivía en una antigua casona cerca de un lago. De niña iba allí a alimentar a los patos. Les daba de las galletas que sacaba a escondidas, la mitad para ella y la otra para los patos. Las aves la seguían por todas partes luego y ella corría y reía. Lo primero que hizo al bajar del auto fue dar un vistazo al lago. Estaba más lejos de lo que recordaba. El suelo pedregoso bajo sus pies antes estaba sumergido. La sequía causada por el cambio climático había hecho retroceder sus aguas y ya no había patos. Pronto ya ni siquiera habría lago.

Y sus recuerdos serían como fantasmas. Quizás así se sentía su jefe.

—¡Sam, qué sorpresa! Pensé que no tendrías el valor de aparecer después de lo que hiciste.

Su abuela tenía dos hijos, su tío Fredo, el mayor y su padre. Ella era hija única, pero el tío tenía dos hijos, Liliana y Vicente. Era éste quien salía a saludarla tan cariñosamente.

—¿Y él quién es? —Miró a Vlad de pies a cabeza.

—Es... es mi... es un amigo, Vl...

—Diego, me llamo Diego —se apresuró a decir Vlad, extendiéndole la mano.

Ambos siguieron al primo al interior de la casona.

—Cobarde —le susurró Vlad a Sam.

Mira quién lo decía. Era él quien se inventaba un nombre falso. Sam rodó los ojos.

Vicente los llevó a la terraza, allí estaba la abuela bebiendo té con Liliana. Los padres de Sam no habían llegado todavía. La prima miró a Vlad detenidamente. Llevaba él su cabello alborotado y ropa casual, muy diferente del riguroso aspecto de empresario siniestro que acostumbraba. Sam también se había sorprendido al verlo. Hasta más joven parecía. Más joven y relajado, como si se hubiera liberado del peso del mundo que llevaba a cuestas.

—Mi pequeña Samy regresa y trae a un lindo muchacho con ella ¿Quién dijo que era una perdedora? —dijo la abuela, levantándose para darle un abrazo.

Sam la estrechó con dulzura y le entregó el humilde regalo que había comprado para ella, una novela que supuso le encantaría.

Vlad también recibió un abrazo de la abuela. Y quizás fuera su impresión, pero le pareció que la mujer le rozaba el trasero al separarse. Era una locura. Una anciana de setenta años con los dedos torcidos por la artritis no haría tal cosa.

La sirvienta les trajo té también. Era de miel con limón, como el que Sam le preparaba.

—Es mi receta especial —dijo la abuela, viendo la expresión de Vlad al probarlo—. Una de las muchas cosas que mi nieta aprendió de mí. Otra es falsificar firmas.

Prisionera de Vlad SarkovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora