XXXIV Posesión demoniaca

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Vlad Sarkov no cenó con su familia al día siguiente. Había estado en su dormitorio desde su llegada. Una sirvienta, que no era Sam, le había llevado la cena que él ordenó prepararan especialmente. Sam llegó después, tras recibir un mensaje. La única instrucción era que usara el pijama peludo.

Sam empezaba a detestar tal prenda.

Su jefe le abrió la puerta. Eso era toda una novedad. Todavía en el umbral, le ordenó que se diera la vuelta. Sam lo hizo, esperando que le hiciera alguna obscenidad indecible. Frente a sus ojos apareció un antifaz para dormir que él le puso.

—Así no tendrás que verme —le susurró al oído, rodeándole la cintura para meterla a la habitación.

El lugar olía a comida. Pescado. No, langosta quizás, no estaba segura. Había comido langosta sólo una vez hacía varios años. Un olor dulzón como a fruta le llegó mientras avanzaba sujeta por Vlad, que aprovechaba de manosearle el vientre y rozarle el trasero con su ingle a cada paso que daban. Su pie chocó con algo, era el sillón. Le hizo sentarse en él. Su cuerpo se hundió en la mullida estructura. Subió las piernas, encogiéndose. No duró mucho en esa posición. El sillón se inclinó por el peso de alguien y Vlad la cargó, sentándosela sobre las piernas.

—Ahora vamos a cenar —susurró él contra su cuello.

El aroma del shampoo de su cabello recién lavado era agradable, suave, pero marcadamente masculino. La loción del afeitado también estaba presente sobre la tersa piel del rostro del perverso hombre. Inhaló profundamente, sintiendo asco de sí misma.

La mano que reposaba en su cintura le tocó la mejilla, guiándola hasta donde los labios de Vlad la esperaban. Allí la recibieron con su sabor habitual. No era menta. Él usaba una pasta dental sin mentol. Anís quizás. Le recordaba a unos dulces que comía de pequeña. Eran sus favoritos.

Tuvo ganas de llorar.

Él dejó de besarla. Sam le había pasado el brazo libre por sobre el hombro para afirmarse. Tenía la mano empuñada fuertemente. Completamente ciega, a cada segundo que pasaba sentía que la habitación se iba dibujando en la oscuridad. Un sillón, donde el demonio la tenía sentada sobre las piernas, una mesa. Oyó sonidos de cubiertos sobre un plato.

—Abre la boca, Sam. Vamos, no tengas miedo, es sólo la cena. No te daré nada que no puedas comer.

Ella la abrió. Una apertura muy pequeña. La calidez de la esponjosa textura contra sus labios la hizo abrirla más. Era langosta. Estaba deliciosa. Vlad le dio tres bocados, luego le acercó una copa. El penetrante aroma del alcohol la hizo alejar la cabeza.

—Sólo un sorbo, Sam. Es vino, del mejor.

Nuevamente accedió. Vlad le apoyó el borde de la copa contra el labio inferior y la inclinó, vertiendo un hilo de vino en su boca. El ardor la hizo apartarse abruptamente, chorreándosele el líquido por el mentón y el cuello. La copa fue puesta nuevamente en la mesa y la humedad blanda de la lengua de Vlad le hizo cosquillas en el cuello.

—Sabe mucho mejor en ti.

Sam ahogó un gemido y apretó las piernas, odiándose, maldiciéndose.

Acabaron la langosta y las verduras. El aroma a frutas se volvió más intenso, lo sentía ondeando frente a su nariz, donde Vlad sacudía el tenedor con la fresa ensartada.

—¿La quieres, Sam? ¿Te gusta el chocolate?

—Sí… —Oyó su propia voz envuelta en terciopelo.

No podía ser esa su voz, era la de alguien más, de alguien sucia y débil. No ver la estaba enloqueciendo.

El chocolate era amargo, lo supo nada más lo olió. Abrió la boca a medida que se volvía más intenso. Vlad sonrió, embarrándole los labios con el chocolate antes de darle por fin la fresa. Ella la masticó lentamente para lamerse los labios a continuación. La amargura del chocolate envolviendo la suave dulzura de la fresa era la mezcla perfecta. Y para Vlad, era una imagen muy intensa que lo tenía con una dureza difícil de soportar. Vendarle los ojos había sido todo un acierto, ella tenía muy buenas ideas. En el fondo, muy en el fondo, sabía que compartía algo de su perversidad con él.

Volvió a besarla y ella le correspondió, clavándole los dedos en el hombro. Fue Vlad quien se apartó, cogiendo otra fresa hasta que las acabaron. Aún quedaba una tarta, pero ella aceptó sólo un bocado. Prefirió los labios de Vlad y, ciertamente, él ya no aguantaba más la presión en su pantalón. La acomodó en el sillón con suavidad. Sam tanteó el respaldo y se sujetó hasta que Vlad se instaló entre sus piernas, entonces, la mano que era a la vez sus ojos, sólo le prestó atención a él.

Aquella noche no hubo calambres, ni gritos, menos llantos, sólo una mujer herida que, con sus sentidos seducidos por encantos perversos, le entregó su cuerpo y su alma al demonio.

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¿Se dejarían ustedes seducir por el demonio?😏

¡Gracias por leer!

Prisionera de Vlad SarkovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora