LXXIX En busca de la libertad

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—¡Mami!

—¡Samy, querida!

Las mujeres se abrazaron en el penthouse del lujoso hotel. Se abrazaron como si no se hubieran visto en años, cuando desde el cumpleaños de la abuela habían pasado apenas unos cuantos meses. El padre también la abrazó. Fue un abrazo más bien cauteloso. Tenía una mirada inquisitiva. Sam no lo notó, estaba feliz de haber logrado llegar a salvo. Y cómo no hacerlo si efectivamente pidió que alguien fuera a recogerla. Su padre no envió a cualquier chofer, el hombre conocía a su hija, la conocía tan bien como a su esposa o a sí mismo y esa voz llena de angustia y miedo no le fue indiferente. Envió por ella a Vincent, ex militar, experto en combate cuerpo a cuerpo y uso de armas, jefe de seguridad de su cadena de hoteles. Ella iba a llegar a salvo, por supuesto que sí y le diría de una vez por todas lo que estaba ocurriendo.

Fueron a sentarse a la terraza, desde donde tenían una vista magnífica del valle. El hotel Sepia estaba emplazado en una colina. Desde la ladera oeste se llegaba al mar y desde el este hacia los valles, sembrados de viñedos y  donde se producían los vinos más importantes de la región. Quizás por esos atractivos turísticos el hotel solía estar sin vacantes todo el año, quizás también fuera porque su arquitectura, con detalles de templo griego, era magnífica y a las parejas les encantaba disfrutar de su encanto en sus lunas de miel.

Además de las piscinas, tenía una laguna artificial de aguas cristalinas y paradisíacas. ¡Era una locura gastar en algo así con el mar tan cerca! Eso le dijeron los arquitectos y los de finanzas y marketing y todos. La pequeña Sam dijo que no a todas las personas les gustaba el agua salada y las piscinas eran muy pequeñas y no tenían cascadas. Ella era hija única, cómo no complacerla y construirle una cascada artificial también. Cómo no construir el hotel con pilares y grandes espacios abiertos para dejar entrar la luz natural, cómo no traer estatuas originales de Grecia para decorar los jardines, cómo no hacer habitaciones con tejado de cristal para observar las estrellas. El hotel Sepia era una locura arquitectónica, un hotel inútilmente sobrecargado, un circo, con esas palabras se refirió a él la prensa durante la inauguración.

A Augusto Reyes no le importó. Aunque ningún pasajero se hospedara, Sam era feliz corriendo por sus pasillos. Sepia era su hotel, de principio a fin, y había acabado siendo un éxito. Por eso ella debía dedicarse al rubro hotelero y volverlos más exitosos y prósperos de lo que ya eran. Ella tenía un talento indiscutible y su deber era compartirlo con el mundo.

—Cuéntanos, querida ¿Cómo has estado? —preguntó la madre.

Cogió una jarra de jugo y les sirvió a todos un vaso. Llevaba un sombrero de ala ancha y unos pantaloncillos que la hacían ver juvenil y llena de vida. En comparación, Sam estaba apagada, ojerosa y con expresión sombría, parecía mucho mayor.

—Bien, mamá. Gracias por preguntar.

—Deja de mentir, Sam y cuéntanos qué pasa. ¿Qué hacías en la mansión Sarkov? ¿Desde cuándo estás involucrada con esa gente?

Sam bebió un sorbo de jugo. Luego otro y otro hasta que el padre golpeó la mesa con la palma.

—Trabajo como maestra particular del hijo menor. Es un niño encantador, deberían verlo. —Les sonrió con ternura.

Su sonrisa se encontró con la seriedad escalofriante de ambos y no halló acogida.

—¿Maestra o sirvienta? —cuestionó el padre.

—¡¿Sirvienta?! —chilló la madre, aferrándose el pecho.

—Eso fue hace tiempo —dijo Sam, sin darle importancia.

—¡Y sirvienta de Vlad Sarkov! ¿Sabes las cosas que se dicen de él?

Por supuesto que Sam no lo sabía. De haberlo hecho, todo hubiese sido diferente desde el principio.

Prisionera de Vlad SarkovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora