XCVII Prisionero

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El suave goteo del suero era como el tic tac de un reloj. Anya había llegado corriendo por los pasillos del hospital, igual que entonces, sólo que más rápido sin Ingen a cuestas; igual que entonces, pero sin Tomken.

—¿Por qué me haces esto, Vlad? —se lamentaba, con la cabeza apoyada sobre la fría mano de su hijo.

Él dormía profundamente. Tenía la cabeza vendada, oscuros moretones le enmarcaban los ojos y la palidez del labio partido angustiaba su corazón de madre, que tantos golpes había recibido ya.

¿Qué sería lo primero que él le diría al despertar?

—¡Oh, por Dios! Es un milagro, al fin mi hijo despierta. Cariño, Vlad…

El muchacho se esforzó por levantar los párpados, que parecían pesar toneladas. Sus ojos se movieron hacia arriba, luego a la izquierda, a la derecha y finalmente hacia ella.

—¿Quién… es… usted?

No soportaría aquello una vez más, no señor. Ya habían sido demasiadas las veces que su hijo la miraba como si fuera una extraña. La condición de Vlad era un castigo, que iba y venía por ella una y otra vez, así pagaba sus culpas, jamás tendría paz, no mientras la cabeza de Vlad volara como una hoja al viento. ¿A dónde lo llevaría esta vez la brisa?

Una enfermera llegó a comprobar sus signos vitales. Todo estaba bien. El coma inducido era necesario mientras su cerebro se desinflamaba. Había sido un gran golpe, no llevaba el cinturón de seguridad. No protegió su cuerpo ni se afirmó, había protegido a Sam.

Anya volvió a la mansión. Vlad dormía y no despertaría pronto, en casa alguien más la necesitaba.

—¡¿Cómo está Sam?! —Fue lo primero que Ingen le preguntó al llegar.

—¿No preguntarás por tu hermano?

—Si algo malo le hubiera pasado, estarías más triste. Quiero ir a ver a Sam.

—Mañana, Ingen. Hoy estoy muy cansada.

Fue hasta el despacho. En la tenue oscuridad se sirvió un trago, que bebió lentamente sentada en su sillón. Parecía que el pasado se la tragaría como un pantano, ya ni patalear podía, sólo lograría hundirse más rápido.

Tres golpes sonaron en la puerta, suaves, serenos. Igor entró, dirigiendo sus ligeros pasos hasta el sillón. Se sentó junto a ella, no sin antes revisar el nivel de alcohol que ahora quedaba en la botella. No había sido tocada en meses y ahora, en unos cuantos días, la habían rellenado al menos cuatro veces.

—Es como un déjà vu, Igor. —Vació su vaso y se lo entregó al mayordomo para que lo llenara.

Él cogió la botellita cuadrada de vidrio pulido y le sirvió una pequeña porción. Anya lo miró con desagrado y le arrebató la botella.

—Señora, esto no es prudente.

—¿Crees que es buen momento para ser prudente? ¡Mi hijo pudo haber muerto! ¿Qué haría con dos hijos muertos? ¿Cómo miraría a la cara a los padres de la asociación de padres preocupados?... ¿Cómo?… ¿Cómo miraría mi propia cara en el espejo?...

Igor sacó el pañuelo de lino del bolsillo de su traje y se lo tendió. Anya se limpió las gotas de debilidad que escurrían por sus mejillas, que tan comunes se habían vuelto, que tan fácilmente se le escapaban en los días de tormenta.

—El joven amo Vlad es fuerte, se repondrá de esto, ya verá.

—Pero estará roto, tal vez más que antes, tal vez peor que antes… Él llamó a la policía… Recordó algo, Igor, él recordó algo…

Prisionera de Vlad SarkovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora