Extra: Descendencia perversa

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—Papi… extraño a mi mami.

La niña lo miró con sus brillantes ojos verdes.

—Yo la conozco desde mucho antes que tú, la extraño más.

Ella se encogió en su asiento, aferrando con fuerza el muñeco de felpa. Era su favorito porque se lo había dado su madre para su cumpleaños número cuatro. Para ella había sido hace una vida atrás, tanto tiempo había pasado. Y no debía llorar, por muy triste que estuviera, ella ya era una niña grande, ya tenía seis años.

El brazo de su padre le cruzó la espalda, aferrándole un hombro. Ella le apoyó la cabeza en el costado. Nadie más había en la sala de espera del hospital. Por la ventana, al final del pasillo, se veía la oscura inmensidad de la noche. Estaba tan silencioso, no le gustaba el silencio.

—Papi ¿Cómo conociste a mi mami?

—Es una historia muy larga.

—Quiero oírla.

—No es para niñas.

—Ya soy grande y me gustan las historias de terror.

Él suspiró. Su pasado no lo atormentaba, le había permitido crecer y sanar.

—En ese entonces yo estaba enfermo y eso me enojaba mucho. Se me había perdido algo, no sabía dónde estaba ni dónde buscarlo. A veces pensaba que alguien me lo había quitado y eso más me enfadaba.

—¿Mi mami te ayudó?

Él asintió.

—Mi mami es tan linda. A mí también me ayuda cuando se me pierden mis juguetes o cuando tú me los quitas.

—Esos son juguetes míos, no quiero que te vuelvas a meter en mi cajón.

Era culpa de él por dejarlo abierto. Y por ser tan egoísta. Ella también quería juguetes que hicieran cosquillas.

—¿Y mi mami te gustó en cuanto la viste?

—Algo así. Ella me recordó algo que había olvidado.

—¿Bajar la tapa del inodoro?

—No, Sofi. Ella me recordó que podía ser feliz.

La niña sonrió y se aferró a él, sin dejar caer su muñeco de calamar.

—Mi papi también es muy lindo ¿Cuándo me conociste a mí también te pusiste feliz?

—No.

Ella lo soltó al instante. Qué estafa de padre, ni para mentir se esforzaba.

—Yo me puse feliz en cuanto supe que existirías.

Sofi volvió a abrazarlo. Su padre era el mejor del mundo, era tan bueno que se merecía tener un hija como ella, de eso no había dudas.

—Cuéntame cómo fue, papi, por favor.

Vlad volvió a suspirar. Miró el reloj. Ya había pasado demasiado tiempo sin recibir noticias, pero no quería que ella notara su preocupación.

Empezó su relato, esperando que el pasado hiciera correr más de prisa el presente.

—¡Dios, estoy exhausta! —dijo Sam.

En cuanto cruzó la puerta, arrojó sus zapatos por los aires. Uno cayó sobre el sillón, otro sobre la mesita de centro, desparramando los adornos ruidosamente. Luego fue el turno del vestido. El largo y ajustado atuendo, de color azul eléctrico, voló por los aires cuando iban por el pasillo fuera del despacho. Ese striptease tan natural era de todo el gusto de Vlad, que se iba desvistiendo también detrás de Sam. La camisa había terminado sobre una lámpara, la corbata la llevaba en las manos, tenía sucios planes para ella.

Prisionera de Vlad SarkovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora