LX Dichoso castigo

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Sam tenía siete años y todos decían que era un ángel cuando la veían. Llevaba un largo vestido de pulcro blanco y su cabello castaño ondeaba bajo una corona de flores, de las mismas que sacaba de su canastito y lanzaba, dando brincos por doquier. Era el matrimonio de su tío y ella no paraba de reír, viendo los coloridos pétalos danzar por los aires.

Es un ángel, decía su abuela, que desconocía que era ella la que se comía las galletas que guardaba celosamente en el frasco de la cocina, es un ángel, decían sus padres, que no sospechaban que Sam usaba los patines prohibidos cuando ellos no estaban; es un ángel, decía el novio, sin sospechar que esa pequeña inocente lanzaría, años más tarde, su lujoso auto a la piscina.

Y ella seguía riendo, brincando y lanzando flores. Gozaba de la libertad que otorgaba la falta de conciencia moral, la falta de culpa y la incipiente distinción entre el bien y el mal. Sam no era un ángel, ser llamada de tal modo era un peso insostenible para cualquiera. Ella sólo quería ser feliz y buscaba la felicidad, sin detenerse a pensar mucho en las consecuencias. Las consecuencias correspondían al futuro y, como toda niña, vivía en un eterno presente.

Sin embargo, el futuro había llegado y estaba parada frente al verdugo que la castigaría por todos sus anteriores crímenes, así se sentía. Y mientras miraba el tamaño y grosor de esos dildos, no dejaba de pensar en su abuela llamándola ángel.

—No puedo —dijo por fin—. Escoger uno sería aceptar que merezco ser castigada. No lo haré.

—Rechazar mi piedad no es buena idea, Sam ¿Qué pasaría si decido usarlos todos? Morirías deshidratada.

¡Qué muerte tan lenta y espantosa!

Viendo que ella no lo reconsideraba, analizó las opciones frente a él.

—Bien. Si así lo quieres entonces comenzaremos usando a tus amigas.

El vientre de Sam se contrajo al verlo tomar las bolas chinas.

—Ven aquí, Sam. Arrodíllate, eso es. Mételas en tu boca.

Ella lo miró con horror.

—Están limpias, Sam. Todo está limpio.

Por muy limpias que estuvieran, eso no borraba dónde habían estado antes.

Cuando el frío metal entró en contacto con su lengua y la cara interna de sus mejillas, supo que estaba traspasando una puerta que la llevaría a un oscuro rincón mucho más profundo en el infierno privado de Vlad Sarkov.

Y su abuela ¿Por qué no podía dejar de pensar en su abuela?

—Pareces una ardilla glotona —comentó Vlad, acariciándole las abultadas mejillas, imaginando quién sabía qué obscenidades.

Le ordenó luego tenderse boca abajo sobre sus piernas, como una niña a la que le darían una tunda. A ella nunca le habían dado una tunda y las únicas nalgadas que había recibido habían sido del propio Vlad Sarkov, cuyas impúdicas manos le subieron el vestido. Estuvo un rato observándola en aquella posición tan gratificante para él y tan vergonzosa para ella.

—Entrégame las bolas, Sam. —Con dos de sus dedos las jaló de la cuerda que las unía.

La saliva goteaba de ellas. Sam se cubrió la cara. Su cuerpo de presa se había abierto como una flor que entregaba el perfume matinal al viento, así de alerta estaban sus sentidos que buscaban prolongar su supervivencia. Los dedos de Vlad corriendo sus bragas la hicieron dar un respingo, que no fue nada comparado con las bolas introduciéndose en su cuerpo. La humedad permitió que el metal se deslizara con facilidad, aun así, las sentía demasiado grandes. Vlad volvió a acomodarle las bragas, le dio una palmada en cada nalga y le ordenó que se levantara.

Prisionera de Vlad SarkovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora