—Me gustaría que hubiera mariposas —dijo Ingen, explorando entre las plantas del jardín.
Las mariposas se alimentan del néctar de las flores. Quizás si hubiera flores podría haber mariposas. Sam se quedó pensativa mirando al niño. Había encontrado una libélula y la veía con curiosidad.
—Las libélulas también son lindas —dijo Sam, agachándose a verla junto a él
—Pero no son mariposas, no tienen las alas de colores.
El insecto, de enormes ojos saltones, agitó las alas al tiempo que un ulular de sirenas empezó a oírse a lo lejos. Alzó el vuelo cuando los autos de la policía pasaron por el camino a unos cinco metros de distancia. Ingen y Sam se miraron y corrieron hacia la mansión. No se atrevieron a dejar la seguridad que la espesura del boscoso jardín les ofrecía. Ocultos tras unos matorrales vieron a los policías bajar de los autos y entrar a la casa.
La curiosidad de Sam la tenía al borde de un colapso nervioso. Le picaban los pies por salir corriendo a averiguar qué pasaba. No pudo. Ingen la tenía cogida fuertemente de la mano y estaba estático, pálido.
—Tranquilo, todo estará bien.
Él negó y Sam rogó para que nada le hubiera pasado a Vlad. Apenas y lo había visto a la distancia, él ni siquiera dejaba su habitación para comer, tampoco estaba yendo al trabajo. No, nada podía haberle pasado, Vlad era fuerte, era un demonio, él estaba bien.
Unos minutos después los policías empezaron a salir. Los últimos en hacerlo llevaban a Igor, esposado.
¡Santo señor, qué había pasado! Cuánto deseaba que Vlad la recordara para estar más enterada del asunto. Los policías subieron a los autos y se llevaron al mayordomo más siniestro que ella hubiese visto en su vida. El ulular de las sirenas resonó hasta extinguirse y, en la puerta de la mansión, Anya se quedó mirándolos a la distancia, aferrándose la cabeza. Allí estuvo hasta que Tomken la cogió del brazo y la entró.
Un terremoto, eso era lo que había pasado y remecería a la familia Sarkov hasta desbaratar todos sus secretos y crímenes. Era el principio del fin, eso sintió Sam. Esperaba alegrarse, pero no fue así.
—Nunca me agradó Igor —dijo Ingen, sin soltarle la mano.
—A mí tampoco —confesó Sam.
—Espero que el nuevo mayordomo sea mejor. ¿Vamos a comer helado?
El silencio que había en la mansión era escalofriante. Esperaba gritos de Anya o el cuchicheo de las sirvientas en la cocina. Silencio total.
—Kel ¿Sabes qué pasó? —le susurró a la muchacha.
Ella pelaba unos tomates. El cuchillo temblaba, en cualquier momento se cortaba un dedo.
—Nada, yo no sé nada. Nunca he visto ni oído nada. Yo cocino y limpio, y en mis ratos libres veo la telenovela, nada más —dijo monótonamente.
A Sam le pareció que ensayaba para un futuro interrogatorio policial. Quizás a ella también la interrogarían. Y no tenía idea de lo que debía o no decir. Dejó a Ingen comiendo helado y se fue a la residencia de los mayordomos. Había tres hombre en la sala. La miraron con evidente pesar. Estaban nerviosos, tiritones. Tal vez también tenían secretos que ocultar, tal vez eran el séquito del mal de Igor.
Les preguntó por Markus. Estaba en el garaje, haciendo la mantención del auto de Vlad o eso supuso, todos los autos eran iguales.
—Markus ¿Qué pasó?
—No es de tu incumbencia —dijo, metiendo las manos en el área del motor.
No se molestó ni siquiera en mirarla.
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Prisionera de Vlad Sarkov
RomanceCuando la joven Samantha Reyes llegó a trabajar como maestra particular del hijo menor de la acaudalada familia Sarkov, jamás imaginó que el excéntrico hermano mayor le hiciera las cosas tan difíciles, hasta el punto de convertirla en su prisionera...