XLIV Sueños que dan insomnio

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Vlad salió de la cama sin que Sam se despertara. Se dio un baño, se lavó los dientes. Miró por su ventana el oscuro jardín lleno de fantasmas, donde el vacío absorbía sus memorias olvidadas. Miró la cama donde ella seguía dormida y fue a su despacho.

De su escritorio sacó la carpeta azul, que también estaba llena de fantasmas. Allí estaba la ficha de la mujer que fue su sirvienta antes que Sam. Había casi una hoja llena de sus anotaciones, de lo que le gustaba de ella, de lo que no, de lo que hacían juntos. Ella le preparaba una tarta de manzanas deliciosa, era lo que más le gustaba o eso había escrito. No recordaba su sabor, no recordaba nada sobre ella, era una desconocida, un fantasma. ¿Dónde estaba ella? No lo sabía, pues para él jamás había existido.

Como Violeta.

Sin embargo, a Violeta empezó a recordarla o quizás fueran imaginaciones suyas. Qué tan confiable podía ser una mente como la suya, llena de agujeros. Era un queso. La cabeza de Vlad Sarkov era un queso. Y había ratones intentando roer lo poco que quedaba.

Sólo recordaba el nombre de Violeta y creía recordar que la había amado. Creía recordar que era, junto con su hermano mayor, la persona más importante de su vida. Pero la olvidó, desapareció de sus recuerdos y alguien se encargó de que desapareciera también de su vida, del mundo.

Había en su carpeta una ficha para Violeta, estaba casi en blanco, salvo por un nombre que no pudo olvidar y una pregunta que le quitaba el sueño.

“¿Dónde estás?”.

Vio la ficha de Sam, leyó todas las anotaciones. Las leyó en voz alta, las leyó lento, las leyó rápido. Anotó dos más y volvió a leerlas todas. Regresó a la habitación donde ella seguía durmiendo. El aroma de su cabello impregnaba sus almohadas y sus sábanas. No imaginaba su cama oliendo a algo más porque no recordaba el olor de Violeta, sólo el de Sam, que era el primero y el último.

Ella dormía, pero se estaba riendo. Qué estaría soñando, se preguntó.

Se lo preguntó a ella.

—Es un secreto, mamá no puede saberlo. —Soltó una risita traviesa.

Ella solía hablar dormida, eso estaba anotado en su ficha.

—Yo te guardaré el secreto, dímelo.

—No puedo... si ella me descubre, se enfadará. —Volvió a reír.

—Sam, soy tu amo. Te ordeno que me lo digas.

Ella se sobresaltó, sin llegar a despertarse.

—Volví a sacar los patines a escondidas, pero me caí y me disloqué un dedo.

Él sonrió.

—¿Estás escondida en tu casa?

—No... Estoy esperando en el hospital... Di un nombre falso para que no me descubran.

Hasta en sueños ella se dedicaba a delinquir. Qué mujer tan pendenciera.

—¿Cómo te llamas?

—Maya.

—¿Estás sola en el hospital?

—Sí, la enfermera tarda mucho y me duele el dedo…

—¿Cuál dedo es?

Ella apuntó con el índice de la mano izquierda. Vlad lo cogió y se lo llevó a la boca. Lo chupó con fuerza y ella gimió.

—Amo, Vlad… su lengua me hace cosquillas en el dedo chueco… —dijo entre risas.

—¿Te gustaría sentirlas en otra parte?

Ella asintió.

—¿Dónde, Sam? ¿Dónde quieres que use mi lengua?

Prisionera de Vlad SarkovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora