XLVII Intercambio comercial

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En cuanto Sam se abrochó el cinturón de seguridad del avión, Vlad le dejó una pila de carpetas para que revisara durante el viaje. Encima estaba el estado de cuenta de su deuda, que pormenorizaba cada cobro con lujo de detalles, desde el pago por adelantado con el que comenzó y toda la lista de faltas y “crímenes” con las que se había vuelto prisionera. Qué pensaría al respecto la persona que había redactado el excéntrico documento. Quizás lo había hecho él mismo. Lo importante era que con toda la sangre, sudor y lágrimas invertidas desde que su condena comenzó, había pagado apenas una vigésima parte de la deuda. Iba a ponerse a calcular cuánto tiempo le quedaba, pero eso no le sería realmente útil.

—El trabajo de asistente de un CEO como usted deber ser mucho mejor remunerado que el de su sirvienta ¿No?

—Estás en lo cierto.

Eso sí le serviría y le vendría de maravillas para su deuda. De su bolso sacó una libreta y comenzó a tomar notas de lo que iba leyendo en los informes. Al aterrizar el avión privado de los Sarkovs, Sam había revisado todo el material y se sentía en buen pie para su trabajo temporal de asistente.

La suite de lujo del hotel en que se hospedaron tenía cuatro habitaciones. Sam se fue a la suya y se dejó caer en la cama. Metió la mano bajo la almohada y sacó un bombón. Los rellenos con fresa eran sus favoritos. Lo saboreó con los ojos cerrados, inundada de recuerdos de su niñez, de su vida en habitaciones como esa, de su familia.

—¿Vas a seguir durmiendo? —Vlad entró, sin llamar a la puerta.

Ya estaba anocheciendo. No había mucho más que hacer.

—¿Quiere que pida la cena?

—Quiero que me prepares un baño.

Sam se levantó, no con mucho ánimo. En unos minutos el baño estuvo listo, sin demasiada espuma y con sales para mayor relajación. Todo estaba entre los implementos que el hotel dejaba a disposición de los clientes. Iba a irse cuando su jefe entró. Le pasó la esponja y ella supo exactamente lo que él deseaba. Vlad dejó la camisa sobre el lavabo. Allí también dejó el resto. Sam paseó sin pena los ojos por el escultural cuerpo del hombre. No había nada nuevo para ella y, cada vez que lo veía, agradecía que su jefe fuera tan guapo. Si no lo fuera, hacer con él todo lo que hacía le sería mucho más difícil. Tal pensamiento la hacía sentir terrible, una jaula de oro no dejaba de ser una jaula, pero era más bonita.

Echó unas gotas de gel de baño en la esponja, la apretó hasta obtener la espuma suficiente y empezó a deslizarla por la espalda de su jefe, que se inclinó un poco hacia adelante para facilitarle la tarea. Aquella ancha espalda era territorio más que conocido para sus manos y sabía exactamente dónde y cómo tocar para conseguir lo que deseaba. Aunque no estaba muy segura de lo que deseaba.

De la espalda pasó a los hombros, de los hombros al pecho y al vientre. Sabía que su jefe no le quitaba los ojos de encima, pero no dejó que aquello la perturbara. En su mente estaba lavando la reluciente carrocería de un auto de lujo y la delicadeza de sus movimientos era acorde a lo que costarían los daños. Ella no quería más deudas. Sin embargo, esa lujosa carrocería ya estaba dañada.

—Amo ¿Qué significa su tatuaje?

—No es asunto tuyo.

Siguió limpiando la piel en silencio. No era su asunto, pero a veces se sentía tan cercana a él que se le olvidaba. Los límites de la intimidad que compartían eran difusos, sobre todo cuando su jefe los modificaba a su antojo. En un momento era su cervatillo y al rato una extraña, como ahora.

Vlad le cogió la mano cuando bajaba por el vientre.

—Suficiente, del resto me encargo yo. Mañana saldremos a las ocho. Vestimenta formal y… haz algo con ese desastroso cabello que tienes.

Prisionera de Vlad SarkovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora