🦴 Capítulo 01.

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Abrí los ojos. Suspiré con cansancio. Había sido un día realmente largo. Apenas acababa de llegar a casa del trabajo y mi cuerpo no parecía querer reaccionar más... Habiendo conseguido librarme de mis botas de suela dura y cordones negros, solo quería disfrutar un poco de la tranquilidad que pudiera transmitir el disco que se reproducía en el equipo de música mientras el calor del radiador relajaba mi adolorida espalda. El desorden se apreciaba en la habitación, pero lo cierto es que no me importaba ni un poco. Tan solo quería alejar mi mente de la cuantiosa pila de papeles que aún veía frente a mí cuando cerraba los ojos y que, el lunes siguiente, tendría que enfrentar en un cruento asalto en la oficina. Sentada en el suelo como estaba, con la cabeza y los brazos apoyados en la cama, solo pensaba en dormir y desconectar.

Sin embargo, la suerte no parecía quererme en su equipo y algo llamado responsabilidad me arañó el antebrazo cuando osé cerrar los ojos por un segundo. Sorprendida por aquel contacto, desvelé los párpados para ver un par de ojos marrones mirándome con reproche. Era Way. Un gemido lastimero se escapó de mi garganta cuando vi las intenciones de la can. Enterré mi cara tras los antebrazos a conciencia, esperando burlar la exigencia del animal, mas un ladrido corto se me presentó en forma de interjección quejumbrosa, onomatopéyico como él solo, con ese timbre agudo que tanto me irritaba escuchar. La miré con agotamiento, pero solo me movió la cola en respuesta, lanzando una mirada a la puerta cerrada de la habitación. Otro suspiro se me cayó de los labios.

—Maldita sea... Anda, vamos.

Levantándome de mala gana, alcancé de nuevo las botas negras con el pie. Un par de minutos bastaron para anudar los cordones y tomar la cazadora. Por suerte no me había quitado siquiera el pañuelo del cuello y los guantes estaban al lado de las llaves en la entrada. Antes de salir por la puerta con Way siguiéndome en silencio, apreté el botón de apagado del equipo de música, cortando la canción en medio del estribillo.

Pasé por el descansillo a oscuras, haciendo uso de mis trabajadas habilidades de visión nocturna para esquivar el pico de la mesilla baja en las que más de una vez me habría dejado golpear una rodilla dolorosamente, producto de las prisas, el descuido o, posiblemente, una torpeza que me niego a admitir por mi orgullo. Apenas hube cruzado la puerta del salón cuando otro par de patitas me pararon en mi camino. Instintivamente, me agaché para acariciar con cariño la cabeza gris oscuro que me buscaba. Sus ojos verdes chispeaban de genuina alegría, complementando el rítmico movimiento incesante de su cola. Snarl se restregó con vigorosidad contra mis manos, saludando. Las sonrisas se me desbordaban de los labios sin percatarme siquiera de ellas.

—Buen chico... Venga, que Way nos espera.

Dirigiéndome al fin a la puerta de la calle, un potente ladrido surgió a mis espaldas, al parecer, adivinando mis intenciones al tomar el juego de llaves y el par de correas. Snarl arañó la puerta, impaciente. Un regaño leve lo calmó momentáneamente mientras enganchaba a Way a su cadena. Atareada en asegurar los collares, una sombra se nos acercó sigilosa. De un salto, se subió a la mesa del salón, lo cual capté por el rabillo del ojo y bastó para hacerme exaltar de la impresión.

—¡Joder! ¡Qué susto, Jingle! —reclamé, alterada.

Los felinos ojos verdes me miraron con descaro, indiferentes por mi regaño. Movía la punta de su cola gris con pereza, mientras se acomodaba en el mueble; inspeccionando lo que estaba haciendo con los dos perros. Le di una mirada molesta, aún irritada por el susto.

—Tú te quedas aquí... —dije mientras me ponía los guantes negros—. No pienso tenerte dando maullidos lastimeros porque eres demasiado lento y te quedas atrás. Adiós.

Abrí la puerta, acompañada de Way y Snarl, pero tuve que apresurarme a cerrarla al ver como el gato trataba de escabullirse. No caería en un descuido así, por lo que di un zapatazo potente al suelo, haciendo ruido para espantarle y parar su carrera precipitada. Lo último que vi antes de cerrar la puerta fueron sus ojos dilatados y las orejas gachas, casi pegadas a su triangular cabeza. Era como si hubiera cometido la mayor ofensa a su especie en ese gesto, pero en realidad fue algo rutinario, aunque él no lo concibiese así. Sin darle más importancia, reanudé mi camino escoltada por los dos canes.

Órbita. (Bittybones)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora