🦴 Capítulo 23.

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El tiempo empeoró... O al menos eso es lo que opinaría la mayor parte de la población. A medida que fue sucediendo el mes de febrero, cada vez era más común el hecho de que la lluvia acompañase nuestra rutina. Por supuesto, aquella noticia suponía una auténtica alegría para mí... No obstante, un domingo a mediados de mes restalló en el cielo el resplandor caduco de un relámpago. Y, al ver ese inusitado brillo me recorrió la preocupación. Inmediatamente, solté el teléfono y me levanté de la cama; dirigiéndome al salón. Estaba a punto de cruzar la puerta cuando crujió la bóveda celeste en un sonoro trueno. Aquel sonido quebró la armonía melodiosa de la lluvia que azotaba incansable a mi ventana. Mercury, al ver que me levantaba exaltada, no tardó en prenunciar su curiosidad.

—¿Ocurre algo malo?

—No. —Al parecer, mi seca respuesta no satisfizo ni respondió a sus dudas. Me miró, expectante. —Esta noche hay tormenta...

—¿Le dan miedo los rayos?

Negué con la cabeza. Pero, antes de tener oportunidad de contestar, oí otro trueno más. No perdí el tiempo y me dirigí al salón. Tal y como imaginaba, la escena se me presentó nítida... En medio del sofá, temblando de miedo, estaba Way. Enroscada, con las orejas gachas y el rabo entre las patas. Parecía un flan en medio de un terremoto. Al verme aparecer por la puerta, no dudó un segundo en levantarse y, con una carrera que la hizo derrapar al llegar hasta a mí, me echó las patitas. La recogí al vuelo, levantándola del suelo y abrazando su pequeño cuerpo. Me llevé a aquel bulto a la habitación. Al vernos, el bitty expresó su estupefacción con un gesto. Yo solamente me encogí un poco de hombros.

—A Way siempre le han dado miedo las tormentas... —expliqué, brevemente.

Así, sin decir mucho más, pasamos a la cama. El cielo seguía rugiendo cada poco tiempo, iluminando la estancia con su brillo centelleante. Permití que la canida pudiera meterse bajo la manta, pero no cerré los postigos de madera que había en la ventana. Aunque me compadecía de mi mascota y no quería que sufriera, tampoco era como si quisiera perderme el excelente espectáculo.

Era muy hermoso... La lluvia pereciendo al toque de los cristales, con su repique bruto y constante. Destellos de luz en un grisáceo techo de algodón; frío y desesperante. El grito del lamento agónico cuando se producía aquel delicioso choque entre las nubes... Se me erizaba la piel ante su mero pensamiento y realidad. Y poder vislumbrarlo al otro lado de la luna de vidrio me hacía querer salir a sentir en la piel la emoción de los elementos... Pero no podía hacerlo.

Debía ser consciente y responsable, pues había un trabajo al que acudir al día siguiente. Y una excursión perentoria de aquella índole podía suponer agarrar un resfriado, pues si hay algo que pueda odiar en este mundo con toda mi alma es ese artefacto cobarde que utilizan los débiles de corazón... Los paraguas. Y me negaría en rotundo a salir en un día como aquel arrebujada y cohibida por un estúpido trozo de plástico con un esqueleto metálico. Era ofensivo. Por ello, aunque hubiera amado salir a pasear bajo aquella exquisita tormenta, me quedé en casa.

Al menos podía brindarle apoyo moral a Way quién, a pesar de permanecer bajo la protección de la todopoderosa manta, seguía temblando como una hojita en un día de demasiado viento. Me dediqué a darle caricias amables hasta que sus sacudidas remitieron un tanto. En todo aquel tiempo, Mercury había estado observando, curioso por el extraño comportamiento de la perra. Nunca la había visto en semejante situación, tan asustada. Por su parte, Snarl y Jingle dormían como si no ocurriese nada en absoluto; plácidamente.

Cuando las cosas se calmaron un poco, pude volver a lo que estaba haciendo antes de que la tormenta se iniciase. Tomé de nuevo mi teléfono móvil y me dispuse a seguir escribiendo a gran velocidad. Mis dedos pulgares iban recorriendo la pantalla táctil, deslizándose por ella para marcar de forma correcta cada letra e ir componiendo el mensaje que me disponía a mandar. Ya llevaba varias horas en ello, y aún iba a la mitad de dicha tarea. Mercury, al ver que seguía jugando de aquella manera compulsiva con el aparato electrónico, dejó un segundo su libro para cuestionar mi actividad.

Órbita. (Bittybones)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora