Un libro y un café

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¿Nunca has probado el café Parisino? Hazlo, no te quedes con las ganas de sentarte en una terraza ver pasar a la gente mientras saboreas el aroma del café amargo pero intenso. Sin embargo, si eres como yo de romántica, te encantará que cada mañana te lle- ven el café a la cama. Eso sí, no un café de París, no; un buen café Starbucks en manos de la persona adecuada.
Escuché esa voz que me volvía loca de la cinta del cassette, co- mencé a bailar mientras hacía mi maleta, tenía miedo a que mi avión no saliera, que no fuéramos a volar. Metí un mapa seña- lizando todos los lugares imprescindibles para visitar y, por un instante, olvidé la cámara de fotos, pero ahí estaba, llena de re- cuerdos y momentos inolvidables.
Unas dos horas después, estábamos abriendo las ventanas de mi habitación, es increíble subir las persianas y observar la To- rre Eiffel. Para alcanzar el cielo no hace falta tocarlo con un solo dedo desde su tercer piso, sino encontrarlo. Encontrar la forma de alcanzar la máxima felicidad, la máxima altura: solo hace falta encontrar el amor.
Mi garganta seca me hizo recordar aquellas copas que tomé anoche, incentivando mis ganas de bailar. Caminé entre las en- redaderas, ladrillos y años luz del esplendor del Palacio Real de París. ¿Sabes? Realmente en ese momento llegué a tocar el cielo, justo fue en el momento en el cual sonreíste al verme dar un salto, es como si una maquinaria se hubiese puesto en funcionamiento en ese precioso instante si mi sonrisa sirviera para hacerla trabajar. Tú estabas fumando, mira que siempre te digo que no fumes, pero es que si no fumaras, no habrías estado en ese justo momento en ese mismo lugar. De repente, oí una voz detrás de mí que pedía por favor si podía hacerle una foto de recuerdo de mi paseo por el Palacio Real: era tu voz. Casi me volvió tan loca como aquella cinta de cassette, ¿cómo decirle que no a un chico como tú? Entre las fotos que me hiciste y tu voz, nuestras sonrisas, descubrí que eras bailarín del Ballet Nacional francés. El tiempo se me acabó, te hice una foto y volví a echar a correr. Siempre me acompaña ese miedo a querer a alguien, a quererlo para mí, a desearlo con toda mi mente y a veces, cuando sucede, escapo corriendo de él.
Acabé guiada por el olor del café, siempre me traía buenos recuerdos olerlo, así que entré en un Starbucks cerca de la Ópera. Me senté a tomar mi delicioso Frappuccino de chocolate con nata mientras miraba por la ventana. Es increíble la de gente diferente que puedes ver en unos minutos; cuando te paras a ver la vida pasar es cuando te das cuenta de lo rápido que pasa como para no compartirla con alguien. En ese instante me acordé del chico de esa mañana, Andrea. Un nombre bonito. Femenino, quizás. Pero me encantaba. Es extraño: cuando alguien te gusta, su nombre, aunque sea horroso, es precioso para ti. Y justamente es en ese momento en el que te rindes, bajas los párpados y decides sumirte en el sabor de la intesidad de ese instante que anhelas durante toda la vida, la pausa esperada de tus pensamientos, un sorbo de tranquilidad y sosiego al tomarte la última gota del café.
Entonces alguien golpeó el cristal de la ventana, estaba son- riente y tenía una cámara de fotos. Me sacó una foto para guardar mi cara de sorpresa para siempre. Dios, era él, sin dudarlo, el adecuado para esa escena de la vida. Entonces cogió un cuaderno en blanco y un bolígrafo, se decidió a escribir letras, palabras, pro- mesas de amor. En definitiva, estaba delante de una declaración de amor en francés. Salí corriendo de allí, grité que yo también pensaba en él desde el momento en el que le conocí, que quería seguir teniendo un fotógrafo, guardar nuestras fotos y, sobre todo, tener a alguien con quien compartirlas.
Entonces sucede, te despiertas, te das la vuelta, te pones más cerca de él, lo abrazas y dices que le quieres para siempre sin parones sin excusas, pero lo mejor es cuando es tan romántico como tú, que te lleva un Starbucks a la cama. Y es que yo no soy de las que quiere un desayuno con diamantes, sino un desayuno Star- bucks.

Alma Antón

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