Un café y una conclusión

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La verdad, no me acordaba de nada aquella noche... Supongo que no pasó nada que cambiase mi vida de forma radical. Me levanté de un salto de mi cama, aunque por un segundo pensé que el cuerpo que daba forma a mi pensamiento no me correspondía, ya que este parecía el de una persona muy mayor. Me puse las zapatillas de casa torpemente y rápido atrapé mi bata, me la coloqué y me dirigí hacia la planta inferior de mi casa. Una vez allí, estaban mis padres con la cara de los domingos por la mañana, esas caras en las que se puede leer claramente: «¿Te crees que es normal lo de anoche? ¿Piensas que está bien venir a las tantas de la noche, y sin conocimiento?».
Y sí, fue ese momento en el que me acordé de que anoche me desmoroné un poco... Poco a poco me iba acordando de más y más cosas, hasta que, al final, recuperé todos los datos y salí de la cocina corriendo y gritando que en seguida volvía. Estaba claro que a mis padres cada vez se les desencajaba más la cara... No era para menos.
Cuando llegué a mi cuarto, abrí el pequeño canasto de la ropa sucia, donde vertí anoche la ropa que llevé colocada. Y por suerte, allí estaba todo. Cogí el vaquero, y de su bolsillo saqué un servilleta de esas en las que pone: «Gracias por su visita», y aunque era un poco ilegible por las manchas y la tinta, me alivié al ver el garabato que había, que, pese a que era una mancha de tinta azul, pude contemplar en ella unos números: 617 278... ¡Oh, no! Los demás números eran totalmente nulos a la vista humana, no se distinguía ni una sola línea. Defraudada, y con el corazón como si se hubiese soltado de un cuerda y hubiese caído al vacío, observé en el fondo del canasto mi camisa blanca con una gran mancha marrón; rápidamente apareció en mi cabeza la imagen en la que él tropezó con mi amiga y me tiraba uno de esos cafés con nata encima de mi pulida prenda.
En ese momento, el chico se puso tan nervioso que se sacó de algún lugar una servilleta, la servilleta. E intentó quitar de mi ropa la gran mancha de café que en esta reposaba. Estaba claro que yo estaba muy confundida entre todo aquel alboroto de gente que a aquellas horas acechaba la pequeña cafetería Starbucks, pero pude ver el rostro del chico, puedo sentir cómo me subía el café que me había tomado antes, cómo me subía la adrenalina... Tras el nulo intento de quitar la gran mancha, se rindió, y en la misma servilleta escribió su número de teléfono para llamarle otro día y que pagara la lavandería para quitar el desastre.
En cierto modo, me alegré de ver aquel estropicio, pero mi cabeza no pudo llegar a descifrar cómo iba a poder contactar con él, porque estaba claro que, fuese o no fuese para la lavandería, quería verle otra vez, quería ver esos ojos claros y ese pelo oscuro y desaliñado que tanto destacaban en su total contraste.
Sin embargo, no me podría haber creído en ese momento que esa noche escondía más secretos, y que pronto me acordaría de más datos, tanto buenos como malos. Y mucho menos que un café con nata me habría cambiado mi vida en cuestión de horas.

Andrea

Un libro y un caféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora