Cada jueves

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Sabía que él entraría por la puerta de la cafetería en menos de cinco minutos y no podía permitirme perder la única oportunidad de hablar con él, aunque fuera un simple e insignificante «¿Qué te pongo?». Justo me encontraba escribiendo el nombre de una chica de unos catorce años en su vaso de cartón cuando la puerta se abrió, dejando entrar el frío de la calle y, por consiguiente, a él.

Hacía cuatro meses, desde que empecé a trabajar allí, que cada jueves venía a la cafetería, pedía el mismo café y se sentaba en la misma mesa. Sabía que estudiaba en mi misma universidad gracias a su carpeta, pero nunca habíamos coincidido. Y había otra cosa que siempre hacía: sacaba de su bolsa un libro diferente al de la semana pasada y se sentaba a leer mientras saboreaba un café ardiendo, como si aquello fuera lo que más le gustara del mundo.

Tenerle allí cada jueves era lo mejor del mundo para mí, debo reconocerlo. ¿Que si me había enamorado de él? Bueno, no sé, amor es una palabra muy grande como para solo ocupar cuatro letras. Pero en cuanto entraba por la puerta, con las mejillas sonrosadas tanto por el frío actual como por el calor de los meses anteriores, se acercaba a mí, me sonreía y me pedía lo mismo de siempre, todo dejaba de tener sentido y en lo único en lo que podía pensar era en qué podía hacer yo para reunir la suficiente valentía como para hablarle. ¡Ni que fuera tan difícil decir «Hola, supongo que te sonará mi cara porque siempre estoy aquí cuando vienes. Ah, por cierto, ¿sabes que creo que te quiero?». Solo de pensarlo me entraban ganas de golpearme la cabeza contra la pared hasta que todos esos estúpidos sueños, en los que yo estaba sentaba a su lado bebiendo café y comentando sus libros, y no detrás de la barra, abandonaran de una vez por todas mi ingenua mente.

—Perdona, ¿estás bien?

—¿Eh? —alcé la mirada rápidamente y mis ojos se cruzaron con los suyos, tan verdes y en aquellos momentos también divertidos, que me miraban fijamente.

—Parece que estás en otro mundo —bromeó, dejándome sin nada que decir. ¡Reaccionar, eso es lo que intentaba hacer, sin resultado!—. Perdona, no quería molestarte. ¿Puedes ponerme lo de siempre? Voy a dejar esto en la mesa y ahora vengo a buscarlo —volvió a mirarme fijamente, como esperando una respuesta de mi parte que nunca llegó.

¡Me estaba hablando! Suspiró antes de decir:

—Bueno, ahora vuelvo.

Rápidamente preparé su café y, saltándome un poco las reglas, se lo llevé a la mesa. Me sonrió y allí nos quedamos, mirándonos sin decir nada. Entonces habló de nuevo y sentí que las mariposas de mi estómago saldrían en cualquier momento, llenando la cafetería de color y movimiento.

—¿Cuándo termina tu turno? —preguntó. Iba a responderle, al fin, pero no me dejó—. No, espera, quiero decirte algo. Siempre quiero hablarte pero no me atrevo, no sé si es por timidez o idiotez... ¿Sabes? Pido el café tan caliente porque así tarda más en enfriarse y puedo quedarme más tiempo. Y los libros... me sirven para poder mirarte sin que lo notes, porque me encanta ver cómo te ruborizas cuando nuestras miradas se cruzan o cómo te muerdes el labio mientras escribes los nombres de los clientes en los vasos, intentando hacer buena letra incluso entonces... — no podía hablar, me había quedado sin palabras. Sonrió antes de continuar—. Cuando termines tu turno, te invito a tomar algo, ¿quieres? Me encantaría poder hablar contigo.

—¿Algo como qué? —pregunté, ruborizada, nerviosa y completamente ilusionada.

—¿Qué te parece un café bien caliente? —sonrió. Y yo, por supuesto, lo hice también.

Cristina G. Leitón

Un libro y un caféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora