Pero ¿qué es el amor?

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—Las siete de la mañana dejaban tras de mí una noche de esas en las que, pese al agotamiento absoluto del cuerpo, la mente agudiza sus ingenios e insiste en pensar más, mucho más de lo necesario. Bostezo tras bostezo, me lamento y maldigo este estúpido insomnio. A él y al Red Bull de las once, el delicioso café de la una, la Coca-Cola de las tres… ¿Nervios? Sí, muchos. Vastos e incontrolables.

»Las nubes gris perla cubrían el cielo con un manto inaccesible para el sol y sus tímidos rayos, y la humedad del ambiente se respiraba en cada rincón. Brumas. Sí, esa es la palabra adecuada.¿Recuerdas esa música?Voiles… así se llamaba ese preludio de Debussy que lograba que mis pensamientos y yo nos transportásemos a otro mundo de tinieblas y velas de barcos encantados. Sol, fa, mi, re, do… do, sí. Era extraño, pero era exactamente ese ambiente el que tanto me ayudaba a sosegarme, a pensar que todo iría bien sin saber, sin poder siquiera sospechar ni una millonésima parte sobre cuál era la sorpresa que me deparaba la vida.

»Eran ya las diez y yo ya había recogido toda la casa, barrido y fregado el suelo al menos tres veces y limpiado el polvo de cada recoveco. Entonces, mientras me tomaba la quinta taza de café de la mañana, ocurrió. «Din, don», y se me heló la sangre. «Crash» y aquella tacita cayó al suelo, derramando todo su contenido. Minutos, segundos, suspiros. «Din, don» y mi cuerpo, como si de un robot se tratase, decidió que era el momento de abrir la puerta. Atrás quedaban tantos días de llantos desconsolados, tantas horas de absoluto desconsuelo lamentándome, fustigándome, castigándome por no haber podido hacer nada para evitar aquella muerte injusta y cruel. Cuando la leve brisa me azotó la cara ausente de toda emoción posible, cuando la tenue luz del recibidor iluminó el regalo que me esperaba, no pude sino agradecerle al mundo que me hubiera dejado vivir lo suficiente como para llegar a ese día.

»Te quise desde ese primer momento en que te vi, y tuve la oportunidad de irte conquistando con cada caricia, de poder robar un poco de tu compañía con cada beso y de tenerte sin límites. Sobre todo de eso. Y es gracias a este idilio que tú me proporcionas por lo que puedo seguir viviendo en esta quimera, en esta utopía que me permite eludir la realidad, y de nuevo permanecer en ese mundo mágico del que antes te hablaba. Tú me lo has dado todo y tú estás en tu derecho de arrebatármelo, es algo que jamás te reprocharé pero, por lo que más quieras, no te vayas… nunca te vayas.

—No… nunca me voy a ir, porque tú me preparas chocolate, me lees cuentos y me dejas acostarme tarde. Pero, abuela, no has contestado a mi pregunta. ¿Qué es el amor?

—Eso te lo explicaré mañana, hijo mío… mañana. Buenas noches, tesoro. Te quiero.

Y con una sonrisa en sus labios y cientos de lágrimas en sus ojos, la abuela abandonó la habitación y fue a degustar otro de esos capuchinos con los que recreaba cada alegría que los instantes junto al amor de su vida le aportaban. La sonrisa era de agradecimiento, de premio al destino por haberla compensado de esa manera. Porque no se le ocurría qué mejor presente podría haberle hecho este para retribuir a una madre el ver morir a su hijo que entregarle el fruto del vientre de su también difunta nuera. Y las lágrimas… las lágrimas eran de entrega, eran lágrimas de promesa, de juramento. El de querer a ese niño hasta que su propio tránsito a una vida mejor no le permitiera seguir con esta tarea.

Pinky —Saray—

Un libro y un caféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora