Tenía veintiún años y era la chica más linda que había pasado por aquella cálida cafetería del oeste de la ciudad. Su melena on- dulada color avellana, cuidadosamente despeinada, caía por su hombro como una cascada hasta la altura de su pecho. Sus ojos, de un color verde caramelo que quitaba el aliento, siempre es- quivaban mi mirada, la cual hacía subir el color de su pálida piel hasta conseguir en sus mejillas un leve tono rosado. Y aquellos ojos curiosos se volvían a posar pensativos en el café de siempre, aquel café que durante cuatro años siempre había acabado helado y sin azucarillo cuando llegaba el final de la tarde. Durante cuatro años, para mí eternamente cortos, ella siempre había venido a la cafetería en la que yo trabajaba, a la misma hora de siempre, para pedirse el mismo café que siempre pedía y que nunca tomaba, quedándose tres horas muertas delante de él sin hacer nada que no fuera distraer mi mirada, alimentarme con la fragancia con la que soñaba cada noche y regalarme, sin ella ser consciente, su dulce presencia.
Hacía ya ocho días que no aparecía por la cafetería. Ocho eter- nos días. Después de cuatro años y dieciséis días viniendo a la mis- ma hora al café, lleva hoy ocho días sin aparecer. «Seguro que está estudiando, o de viaje, o de reunión familiar. Seguro que mañana volverá», me molesté en pensar durante los siguientes tres días.
Pasó el fin de semana. Me levanté aquel lunes 27 de noviembre con la esperanza de que, a las seis de la tarde, después de catorce días sin verla, ella apareciera. Pero no lo hizo. Así que me deshice de aquel delantal cuyo peso, aquellos últimos días, se asemejaba al plomo, y me dispuse a buscarla.
A las nueve y cuarto de la noche llegué a la dirección que aque- lla amable señora me había desvelado en la cafetería al observar en mi rostro la frustración y la desesperación. Me temblaban las piernas y las manos. Cogí aire y deslicé mi mano hasta rozar el timbre de la que se suponía que era su casa.
Una mujer, con los mismos ojos que la chica de la cafetería, cuyo nombre era Elena, apareció tras la puerta con unas grandes ojeras y una taza de café entre sus manos. Me lanzó una sonrisa tierna y me preguntó qué deseaba. Al preguntar por Elena, la mu- jer dejó caer inconsciente el café de entre sus manos y sus ojos se inundaron en lágrimas hasta desbordarse por sus mejillas. Me mi- ró y, entre sollozos, me dijo que hacía catorce días su hija falleció a causa de un cáncer de sangre que la había perseguido durante toda su vida.
Mis mejillas perdieron el color, la sangre dejó de circular por mi cuerpo y mi corazón dejó de latir. Aquella noticia me había destrozado. Cuando quise darme cuenta de dónde estaba, la se- ñora había desaparecido. El contorno de mis ojos era de un co- lor rojo oscuro y mis mejillas estaban empapadas. Me encontraba de rodillas en el suelo, con un dolor totalmente inexplicable. La señora apareció de nuevo y extendió su mano para ayudarme a levantarme de nuevo. Sonrió y me dio una caja. Mil cuatrocientos setenta y seis azucarillos se encontraban en su interior, y un peque- ño sobre con mi nombre yacía sobre ellos.
Ella siempre me quiso, tanto como yo la quise y voy a quererla toda mi vida.Anamo
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Un libro y un café
Lãng mạnUn libro y un café es un libro de microrrelatos organizado por Everest y Starbucks. Es un libro escrito por todos los seguidores de Canciones para Paula y amantes de la literatura juvenil romántica. Descubrirás historias divertidas, inolvidables y l...