Un café antes de llegar a casa

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Desde mi llegada, esta cafetería ha sido mi refugio, y mi mesa junto al cristal, un lugar estratégico para vivir a través de la vida de otros todo lo que hay que vivir, todo lo que va más allá del trabajo y de las cuatro paredes de mi habitación. Horas y horas, escudada en mi café, he mirado el ir y venir de la plaza a esta calleja, las señoras con sus conversaciones y sus compras, universitarios llegando tarde o incluso tratando de no llegar, los peques regresando del cole, las parejas encontrándose al final de la jornada... Y un día, como si la monotonía pudiese llenarse de luz, apareció él, bueno, pasó, porque le vi venir desde las fuentes de la plaza y no pude dejar de observarlo durante todo su recorrido hacia esta calle... Pero con la mirada perdida, ensimismado, siguió hacia delante, caminando junto al cristal, sin verme, sin intuirme siquiera. Sin querer seguirlo, lo seguí... Con mi mirada, claro, no soy tan valiente... Pero desapareció... El siguiente día era toda nervios. No podía ser que pasara de nuevo por allí, no podía ser que yo le esperara. Pero llegada la hora, lo hizo. Todo igual. Su misma indiferencia. Y pasaron los días y cada tarde, la misma escena. Mi sorpresa fue cuando unos días más tarde, en la mañana, dirigiéndome al trabajo, al pasar junto a la cristalera, le vi, sentado allí, en mi mesa, a solas, desayunando. No sabía qué pensar. Imaginé que quizás acabaría de mudarse al barrio. No me vio, pero yo no podía más que pensar en él, todo el día, todo el tiempo, hasta que llegó la tarde y regresé a mi mesa, a mi café... Esta vez me distraje y, cuando me di cuenta de su presencia, ya estaba llegando a la altura de la cafetería. Tropezó, salvó el obstáculo y me dirigió una sonrisa como si fuese alguna broma entre él y yo. Me miró como si ya nos lo hubiésemos dicho todo. Y se fue. Algo había cambiado de repente, y mi café diario ya no sería solo un intermedio sin importancia antes de regresar a casa. Y tampoco mi amanecer, porque cada día le veía desayunando en «nuestra mesa» cuando salía de casa hacia el trabajo. Día a día esperaba, y él acudía fiel a su cita. Miradas, sonrisas... dos desconocidos que sin querer queriendo habían encontrado un espacio común donde les sonreía la vida... Nunca supe cómo definir aquello, ni que me había hecho sonreír de repente como una boba y tener un brillo en los ojos que contagiaba a los demás. En el trabajo me preguntaban si me había enamorado... Tontos... ¿Enamorarme de quién? Trabajaba demasiado y no había sabido relacionarme con nadie desde que vine a vivir aquí. No tenía de quien enamorarme, ni ganas. Yo solo quería pasar ese ratito con un café en la mano... Aquella tarde, al acercarme a la cafetería, creí verlo salir... No podía ser... No... Tenía que pasar y sonreírme como cada día... De todos modos, entré. Mi mesa estaba libre, pero había un café humeando que alguien había dejado allí, recién servido. No sabía si sentarme, pero la camarera asintió de lejos. Era para mí, junto a un mensaje escrito en la mesa: «¿Sabes que te quiero?».

Jädgood

Un libro y un caféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora