Capítulo I: Adrenalina

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Maximiliano

Tiro del gatillo al mismo tiempo que el italiano mientras que una satisfacción me recorre cada vena del cuerpo.

Adrenalina. Vivo por el éxtasis que la adrenalina me genera.

El rojo carmesí adorna cada parte del blanco piso. Los casquillos de las balas chocan contra la superficie y se hunden en los charcos de sangre que los cuerpos inertes iban dejando.

—¡Y no quedó ninguno! — exclama Alexander.

Busco un cigarrillo en mi bolsillo y me lo llevo a la boca aspirando el humo que me relaja por dentro. A la vez que disfruto del paisaje que se levantaba ante mis ojos.

Camino tomando aire.

Amaba el olor de la muerte, aunque más amaba cobrar con ella las traiciones. En mi mundo solo existía una regla, sangre por sangre. Vida por vida y traición por traición.

Desde pequeño, me habían enseñado lo hermosa y poderosa que era la sangre. Lo fácil que era arrebatarla de los cuerpos y lo exitante que podía volverse.

Aprendí a degollar personas al mismo tiempo que a caminar. No tuve la oportunidad de jugar con sonajeros, mis juguetes eran dagas y golpes.

Fui criado con un único propósito, ocupar el lugar de mi padre. Y lo había logrado a la perfección ya que pude superarlo en todos los aspectos que se me exigen como máximo jefe de la organización.

—¿Y la mercancía? — le pregunto a uno de mis mercenarios.

Unas horas antes, un importante cargamento, fue robado de una de nuestras bodegas. No nos costó nada ubicarla y recuperarla.

Los que se atrevieron a robarnos eran simples novatos, que no sabían lo que hacían y mucho menos, con quien se metían.

—Está completa señor — habla el hombre a mi lado.

Asentí satisfecho con el trabajo de mis hombres sin mencionar la ayuda del Capo Italiano.

—¡Quemen el lugar! — ordené.

El fuego era la segunda cosa más fascinante del mundo. Era algo tan poderoso que arrasaba con todo a su paso, como un huracán y sin dejar evidencias.

Salí del lugar antes de que mis hombres cumplieran la orden. Algo que mi padre se había cansado de enseñarme es a no dejar cabos sueltos.

Los cabos que quedaban suelto tarde o temprano se convertían en dagas, dagas muy afiladas que amenazaban con cortarte y destrozarte hasta lograr someterte.

—Nos vemos mañana — se despide mi socio abordando su auto.

Hago lo mismo deseando llegar lo más rápido a mi casa. El día había sido demasiado largo y complicado. Me dolía demasiado la cabeza, mi cuerpo y mi mente me exigían una sola cosa sexo.

La puerta del chofer se cerró al mismo tiempo que la del copiloto poniendo por fin en marcha el maldito motor. Las calles repletas de personas y autos fueron dejando atrás el viejo almacén que se consumía en llamas.

—¿Tenes lo que te pedí? — pregunté algo ansioso.

Marcos, mi amigo y mano derecha asintió mientras se giraba en el asiento. Tenía una estúpida sonrisa en el rostro, la cual no anticipaba nada bueno.

—Ella es Isabella Kozlova — me extendió una fotografía dejando a la vista una hermosa joven.

La flamante heredera de Vladimir Kozlov.

No pude evitar detallarla. Todo en ella gritaba inocencia por donde la mires. En dicha imagen, llevaba puesto un espantoso vestido amarillo acampanado, sus ojos eran verdes como las esmeraldas y su piel blanca se complementaba con lo oscuro de pelo.

Rojo CarmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora