treinta y tres

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— ¡Es tarde! — exclama Rubén, dando trompicones mientras se pone el zapato. — ¡Auron, puta madre!

El pelinegro se desliza fuera de la cama, quejándose en voz baja sobre algo que Rubén no entiende.

— ¡Rubén Doblas y Raúl Álvarez! — exclama de pronto una voz femenina desde el piso de abajo. — ¡Los quiero en el auto dentro de cinco minutos!

— Corre, cabrón. — se apresura Auron, levantándose a trompicones también, y buscando sus zapatos en el suelo, mientras Rubén sale de la habitación en dirección al baño, escucha los pasos por el pasillo, seguro de que es su amigo, apresurado aunque aún no despierto del todo. — Me duele la cabeza que flipas...

— Ya, es la última vez que bebemos entre semana. — se queja el peliblanco un instante antes de empezar a cepillarse los dientes con apuro.

— ¿Está bien si me pongo ropa tuya? — inquiere el mayor, dejando el cepillo en el vasito sobre el lavabo, junto a los otros dos. — No pensé que me iba a quedar, no traje ropa extra.

— Cici, no hay problema. — asegura el más alto, pasándose las manos entre el cabello blanco, tratando de peinarlo un poco.

Auron había sido su amigo por tanto tiempo que eso no era extraño en lo absoluto, la madre de Rubén estaba acostumbrada a que se quedara a dormir, tenía su propio cepillo, su propio lugar en la mesa del comedor, y solo no dejaba su ropa allí porque siempre se estaba poniendo lo mismo, así que Rubén le dejaba su ropa, estaba bien.

Salió del baño, más despierto y sintiéndose ligeramente mejor, Auron estaba saliendo de su habitación metido en una sudadera negra y unos jeans con agujeros en las rodillas, llevaba los mismos zapatos que la noche anterior y el cabello le caía sobre el rostro, encantador.

— ¿Qué loción te estás poniendo? — pregunta hundiendo la nariz en el cuello de la sudadera. — Huele de puta madre.

— Te queda gigante — se ríe el más alto, ignorando el rápido latir de su corazón. —, que chiquito te ves.

Y Raúl se había reído, enseñándole una seña obscena y bajando las escaleras, con el peliblanco tras de él.

— Tengan. — dice la madre del menor mientras llegan al comedor, está extendiendo un par de pequeñas pastillas.

— ¿Éxtasis? — pregunta el pelinegro, tomando la medicina con una sonrisa, sonrisa que termina contagiando a la mujer.

— Aspirinas, para el dolor de cabeza. — explica. — Ahora, bebés, voy a lavarme los dientes y su almuerzo está sobre el comedor, es para llevar, cuando la resaca esté mejor, ¿entendido?

— Gracias, ma'. — murmura el bailarín, tras tomarse la pastilla. — Y perdona.

Pero la mujer hace un movimiento con la mano mientras sube las escaleras, restándole importancia, aunque seguro les caería un regaño luego, cuando estuvieran más sobrios, o más despiertos.

Siente la cabeza del mayor apoyarse sobre su hombro, quejándose en voz baja. — ¿Por qué me convences para beber, puerco?

— ¿Qué~?

— Sí, me pones esos ojitos bobos y no puedo decirte que "no" — se queja, y Rubius se ríe, porque ambos saben que es mentira. —. Uh, con todo esto hasta olvidé decirle a Luzu que estaba bien... — recuerda de pronto, buscando el teléfono en sus bolsillos y apartándose del menor cuando lo encuentra. — y hasta olvidé cargar el teléfono, joder.

— Bien, chicos, al auto, vamos tarde. — avisa la mujer, volviendo hasta ellos, con el bolso acomodado en el brazo y las llaves en la mano. — ¿Y sus mochilas?

Raúl y Rubén volvieron a correr escaleras arriba.

m i s e r y -rubegetta-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora