treinta y uno

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Samuel De Luque era una persona buena, alejada de la idea de adolescencia que cualquiera podría tener, no se metía en problemas, no bebía alcohol, no fumaba y jamás iba a fiestas, había aprendido a conducir hacia un par de semanas, y era calmado.

Pero era terco, orgulloso, un músico forjado a punta de disciplina y horarios tensos, forjado a base de manos lastimadas y lágrimas involuntarias mientras le sangraban los dedos.

Samuel De Luque sabía tocar la guitarra, el violín, el piano y el ukelele, y lo hacía bien.

Siempre había querido ser una persona abierta, de esas que tenían tantos amigos que llegaba a agobiarlo, pero jamás tenía tiempo para algo que no fuera la música, nunca una pareja, nunca una fiesta, nunca un cigarro o una cerveza.

Nunca tiempo para algo más que las lágrimas, y las manos lastimadas y la sangre.

Nunca tiempo para algo más que la ansiedad y el peso en sus hombros.

No, nunca.

Eso no podía cambiarlo un bailarín pretencioso y egocéntrico, egoísta, y ni siquiera supo porqué había llegado a pensar en eso.

Rubén Doblas, el tipo ese que estudiaba ballet, no iba a cambiar nada en él.

No podía.

No cuando ambos eran igual de miserables.

m i s e r y -rubegetta-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora