treinta y dos

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Song: N. Paganini N° 5

— Silencio — había advertido mientras sus dos amigos se sentaban en la pared frente a él. —, solo esta vez porque se los debía, pero que no se les haga costumbre.

— Empieza ya, rata. — reclama Fargan, apoyándose al costado de Guillermo, quien se mantiene callado, mirándolo con curiosidad.

Samuel contiene el aliento un segundo, colocando bien el violín bajo su barbilla y sobre su hombro, era la canción que estaba practicando desde hacia meses, esa que presentaría para la universidad a la que asistiría, esa canción que finalmente empezaba a dominar, o eso es lo que le gustaba pensar.

Empezó, la primera parte de la canción era rápida y por un momento estuvo a punto de perder el ritmo, pero sus dedos se movieron como si ya conociera la melodía de memoria, quizás así era.

La expresión de humor se borró del rostro de Fargan mientras las manos del pelinegro se movían con rapidez sobre las cuerdas, creando la melodía, lo había oído tocar antes, pero eso era una locura.

Samuel ni siquiera pensaba en otra cosa más que las partituras que había memorizado para poder tocar aquella melodía.

Pero los pensamientos que curzaban su mente lo estaban confundiendo, las notas dejaron de aparecer en sus ojos cerrados cuando escuchó una voz, venía de sus recuerdos: "Vous êtes un gâchis! Encore une fois, toute la chanson encore!", y el dolor en las manos cuando sentía el golpe caer de llano allí.

Y trató de concentrarse, pero las palabras horribles continuaron llegando, y ni siquiera era capaz de oír a sus amigos, llamándolo, diciéndole que estaba bien, que ya habían escuchado suficiente, que no era necesario que siguiera tocando.

No sentía las lágrimas mezcladas con el sudor, pero sintió el ardor en el dedo, cuando una de las cuerdas del violín le abrió la piel, finalmente se detuvo, con el leve destello de una poderosa de ballet impresa en sus párpados.

— Samuel... — llama Guillermo, tomándole la mano entre las suyas mientras Fargan le quita el arco y el instrumento de entre las manos. — madre mía... ¿estás bien?

Pero estaba llorando, cansado y miserable, la sangre de su dedo era detenida por el chico frente a él, quien lo miraba con todo el dolor del mundo oculto en sus ojos esmeralda.

— Hey, hey... — llama el mayor de los tres, tras haber guardado el violín en su estuche. — vamos a limpiarte, ¿sí? — propone. — Y busquemos algo de comer, algo del otro lado de la ciudad, muy lejos de aquí, donde no se escuche nada, ¿bien?

Y Samuel sabía lo que estaban haciendo, ese par siempre lo sacaba de la ciudad, lo llevaban a aquel lago en el que sólo se escuchaba el sonido del agua, porque sabían que escuchaba música en todos los sitios, menos allí.

— Pero primero tenemos que curarte esto — avisa Guillermo, sonriéndole con suavidad. —, anda, nosotros nos ocupamos.

Samuel tenía muy buenos amigos...

m i s e r y -rubegetta-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora