1. CANDY RUIZ

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—Candy... ¿No tienes hoy la entrevista de trabajo? —interroga Chema.

—No sé, déjame dormir —rumio, su escándalo anoche me mantuvo despierta hasta tarde.

—¡Párate, carajo! —exige jalándome la sábana y la almohada, giro en la cama para echarle la bronca, si estoy desvelada es por su culpa.

—¡Chemaaaa! —me quejo—, no me jodas cabrón, que estuve despierta hasta que se largó la amiguita esa tuya, que gemía en altavoz.

Chema se ríe.

—Estuvo buena la culeada, hubieses venido con nosotros.

—Estás todo pendejo —replico.

Finalmente me levanto cuando noto que no me va a devolver la sábana y la almohada. Resignada, camino hacia la pequeña cocina de su departamento. Si se le puede llamar a esto departamento. Es un minúsculo piso, en un horrible edificio, en una poco agraciada zona de Nueva York.

Pero no hay nada mejor que esto, así que no me quejo.

Me siento a la mesa para dos personas, mientras él coloca frente a mí una taza de café. Tomo la cuchara, la agito perezosamente y bostezo. Tengo mucho pinche sueño. Y Dios sabe que cuando tengo sueño mi humor no es el mejor.

—Quita esa cara, tomate el café y ve a bañarte, debes ir presentable a la entrevista para que te quedes el puesto —ordena, serio—, Candy, nos ayudaría mucho que consiguieras el trabajo, sabes que te adoro, pero no puedo seguir costeando los gastos de los dos.

—Lo sé —digo agazapada en la silla—, haré mi mejor esfuerzo para quedarme con el empleo, lo juro.

Tengo tres meses en Nueva York. Me vine de mi tierra buscando el sueño americano, ya saben, vienes a Estados Unidos, trabajas en una de esas fábricas donde te negrean, ganas en dólares, los mandas para México y en un par de años ya tienes una lana ahorrada.

Bueno, lamento decirles que no es tan fácil como eso.

Y menos en Nueva York. Pero la pendeja de mí, no sabía que en Nueva York, no hay tantas oportunidades de trabajo en esas fábricas negreras. Pero no tengo otro lugar donde quedarme en Estados Unidos. Solo conozco a Chema y fue muy amable al recibirme siendo una extraña con la que solo hablaba por Tinder.

Sí, así nos conocimos.

Él nació aquí, sus padres inmigraron hace muchos años, por lo que puede vivir tranquilamente. Más o menos tranquilamente. Trabaja como mesero en un restaurante de esos finos, donde nosotros no podemos ni soñar en pisar, si no es para trabajar lavando platos o sirviendo mesas. Se suponía que tenía trabajo seguro ahí, pero al final no me lo dieron.

Y llevo tres meses buscando.

Me da un poco de pena con él, por estar abusando de su amabilidad. Mientras flirteábamos por Tinder me propuso venirme para acá con él, yo ni tonta ni perezosa, accedí. Se suponía que venía en plan romántico con él y a trabajar, pero al final, ni el trabajo, ni el romance.

Chema es un tipazo, pero es demasiado promiscuo y el muy cabrón no me dijo que «nuestra relación» sería abierta. Esas cosas no me van, si tengo un novio es solo mío, no quiero que se coja con otra. Pero me quedé aquí, con él, porque ya había hecho toda la travesía de venir. Nos hemos hecho muy buenos amigos y de pronto nos cogemos cariño. Pero en plan amigos, no más.

—No quiero presionarte, bonita —dice, ya no tan serio—, pero en verdad nos urge el dinero, tragas como camionero y no me alcanza con mi sueldo y las propinas para tener la despensa llena.

Quizás debería avergonzarme que me diga eso, pero la verdad es que no lo hace. Sí, trago como camionero, mi mamá me decía que comía como pelón de hospicio, pero ¿qué puedo hacer si me da hambre? Pues comer.

—Juro que me voy a quedar con el empleo, lo prometo —respondo animada, aunque en verdad tengo mis dudas.

El anuncio no dice mucho, más que solicitan asistente personal de tiempo completo, con disponibilidad de horario y para viajar. Pone la dirección y un número de teléfono para contactar. Tengo un cita programada desde hace ocho días, espero que el puesto siga vacante, pero sería raro que en ocho días no hayan contratado a alguien.

Termino el café con unas cuantas galletas y me doy una ducha rápida, el aguda está helada, pero tampoco puedo quejarme de eso, hace días se acabó el gas y no tenemos dinero para recargar, todo lo cocinamos en una parrilla eléctrica. Me pongo lo mejor que tengo, unos jeans, que son los únicos que no tienen deshilachados y una camisa rosa pastel junto con mis converse de imitación, también rosa.

Me encanta el rosa.

Sujeto mi cabello castaño en una coleta alta y me siento lista para la entrevista. Chema me examina de arriba abajo, considerando si mi atuendo es adecuado, pero si no lo es, me jodí, porque es lo mejor que hay. Al final asiente y sonríe.

—Vas a tener que caminar bastante porque no tengo para darte para un transporte —se disculpa.

—No te preocupes, tanto caminar buscando trabajo me ha ayudado a conocer la ciudad, me gusta caminar.

En mi pueblo lo hacía todo el tiempo.

Después de desearme suerte, salgo del departamento. Debo caminar desde Soho hasta la Quinta Avenida, por lo que salgo con bastante tiempo de anticipación. Nueva York es una ciudad increíble, a pesar de las carencias que tengo aquí, aún mayores que en mi pueblo, no me arrepiento de haber venido.

Cuando por fin llego ya me duelen los pies, pero pongo mi mejor sonrisa y entro en el edificio, que marca Google maps, que es la dirección del anuncio. Hablo más o menos el inglés, lo básico, he mejorado desde que llegué, pero aún hay cosas que no entiendo.

—Hola —saludo animadamente a la chica en el mostrador, ella me mira de reojo, sin voltear la cara del ordenador—, vengo a la entrevista de trabajo.

Me mira de arriba abajo, viboreándome de seguro. Se pone de pie dejándome ver lo alta que es, fácilmente unos quince centímetros más que yo. Su cabello va perfectamente planchado, usa mucho maquillaje y una minifalda, tan mini, que de milagro no se le ven los calzones.

Me lleva por un pasillo largo hasta llegar a una puerta negra y brillante, ahí hay otra chica que parece su clon. Misma ropa, taconazos que repiquetean en el piso, el cabello rubio teñido y lacio y kilos de maquillaje. ¿Será parte del uniforme? ¿Tendré que vestirme así y maquillarme tanto?

—Kennedy —murmura en voz baja—, llegó la postulante a asistente.

La tal Kennedy me mira exactamente igual que lo hizo la recepcionista, que en mi mente la he llamado Kennedy #1 y a la que me escruta, Kennedy #2, aunque ella es la verdadera.

—¿Candy Ruiz? —cuestiona viendo una agenda.

—Yo mera —respondo, al notar que no me entiende, hablo en inglés—: sí, soy yo.

—Adelante —indica con una sonrisa malévola en los labios, señalando una silla—, el Sr. Black se desocupará en unos momentos.

Ambas dejan salir risillas fastidiosas y yo enarco una ceja sentándome en la silla que me indica, mientras aguardo por el tal Sr. Black.

LA ASISTENTE PERFECTADonde viven las historias. Descúbrelo ahora