34. El secreto

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—¿¡Es una broma!? —exclamé al pararme brutamente de la mesa y tirando gran parte de mi comida, aunque no me importó.

Elliot había venido a mi casa a las seis de la tarde y había comenzado a golpear la puerta demasiado rápido y fuerte mientras gritaba mi nombre.

—¡No lo es! ¡es real! —aseguró.

Chillé y salté sobre él, rodeando su cuello en un abrazo cuando, de manera espontánea, Elliot me cargó en sus brazos, sosteniéndome a la vez que sus labios se juntaban con los míos.

—¡Estoy tan feliz por ti! —exclamé —. ¡Te dije que valía la pena ir!

—Se rió —Nunca creí quedar en un casting.

—¡Pues, créelo, porque has quedado épicamente!

Pude jurar que una lágrima resbaló por mi mejilla, aunque lo disimule al instante cuando la sequé con el dorso de mi mano.

—Dijeron que la semana que viene empezábamos a grabar —comentó.

—¡Qué emoción! ¿Estás nervioso?

—Demasiado. No sé si me salga tan bien, quizá me trabo u olvido cómo se toca la guitar...

—¡Cállate! —lo interrumpí —, te va a salir genial. Eso te lo aseguro.

—Sonrió —Gracias, Mentirosa.

Me dio un beso en los labios antes de ponerse nuevamente la chaqueta.

—¿Ya te vas? —pregunté.

—Tengo planes, me voy a ver con Alexander —contó.

Enarqué una ceja. Digamos que no se me había hecho del todo normal escuchar eso.

Era... raro. No se veían hace muchísimo, al menos no como amigos, porque, claramente, se cruzaban por los pasillos y se saludaban pero..., no parecían mantener la misma relación de amistad.

Escuchar su nombre me causaba escalofríos.
Saber que todo comenzó por él...

—¿Estás bien? —escuché de pronto. Elliot se me había quedado mirando con expresión confusa al notar que no hablaba.

—¿Qué? oh, sí, lo siento. Es solo que..., ¿con Alexander?

—¿Qué es lo raro?

—No han hablado demasiado estos últimos días... ¿no es así? Recuerdo que en una fiesta no se saludaron —mencioné.

—Suspiró —Lo sé, lo sabemos. Por eso decidimos... arreglar las cosas. No tengo bien claro el por qué dejamos de hablar de un día para el otro —admitió.

—Yo tampoco. Pues, mejor que lo hablen —sonreí.

Me despedí de Elliot, supuse que no lo vería hasta mañana.

Me dediqué a leer lo que quedó de la tarde, estaba algo cansada y no tenía demasiadas ganas de hacer algo más productivo que eso, ya que el estar con la regla me quitaba las ganas de todo.
O al menos así sería hasta que me diera un cambio drástico de humor debido a la bipolaridad que te causa el estar en tus días de periodo.

Pero, por ahora, solo me apetecía comer algo dulce y leer.

Por desgracia, el final de mi libro me afectó más de lo que creí. Las lágrimas no paraban de recorrer mis mejillas, iban rapidísimo como si jugaran una competencia. Sin mencionar que no paraban de salir lagrimar nuevas.

Siempre he detestado los finales tristes, los que no son felices para nada, los que, los mires por donde los mires, no encuentras ni una sola gota de felicidad en él. No hay ningún lado bueno, cada parte de aquel maldito final, es horrorosa.
Por eso los detesto tanto.

10 reglas para no enamorarme de tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora