Capitulo 38

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En medio de mi dolor, la entrada de Arturo a la habitación trae un destello de felicidad a mi corazón. Nuestros ojos se encuentran, y una chispa de emoción se enciende en mí al verlo. —¿Podemos hablar?, pregunta y mi corazón late con expectación.

—Sí, claro, Arturo, respondo, tratando de ocultar la mezcla de nerviosismo y anticipación que me embarga.

Sin embargo, las palabras que escapan de sus labios me dejan petrificada. —Solo quería decirte que en una semana me mudaré a un nuevo departamento, anuncia con una calma que me desconcierta. Mi ceño se frunce en confusión y mi enojo comienza a burbujear dentro de mí. Intento levantarme para enfrentarlo, pero el dolor en mi cadera me lo impide, frustrándome aún más. Arturo me mira con una expresión de desconcierto ante mi reacción.

—No, Arturo, ¡no puedes irte!, estallo finalmente, dejando que la ira y el dolor se mezclen en mis palabras.

Con un esfuerzo desesperado, intento levantarme de la cama, pero una oleada de dolor irrumpe en mi cuerpo, desgarrándome desde dentro. Un grito ahogado escapa de mis labios, y siento que mi voz se desvanece en la habitación, mezclándose con el sonido de mi propia angustia. Arturo se hacer a mí, su rostro reflejando una mezcla de preocupación y confusión.

—¿Estás bien?, pregunta con urgencia, sus manos extendiéndose hacia mí en un gesto de ayuda.

—No, ¡no ves que no puedo moverme!, respondo entre jadeos, la agonía retorciéndose en mi interior.

Un gemido desgarrador se escapa de mi garganta cuando una nueva ola de dolor me envuelve, haciéndome retorcerme en la cama. Arturo me observa con creciente desconcierto, incapaz de ocultar su sorpresa ante la intensidad de mi sufrimiento.

—Creo que va a nacer, murmuro con dificultad, la certeza de que el momento ha llegado envolviéndome en un torbellino de emociones. La sorpresa en el rostro de Arturo es evidente. Con su ayuda, logro ponerme de pie, sintiendo su presencia cerca de mí. Su aroma embriaga mis sentidos, pero el dolor que me consume es abrumador, eclipsando cualquier otra sensación.

—Ahhhh!!! no puedo este dolor va matarme.

El dolor que me embarga es abrumador, una marea de agonía que amenaza con arrastrarme hacia la oscuridad. Arturo me carga en sus brazos con cuidado y determinación, descendiendo las escaleras con pasos rápidos y decididos. Me aferro a él con desesperación, tratando de encontrar algún resquicio de alivio en medio de la tormenta de dolor que me consume.

Al llegar al auto, Arturo me coloca suavemente en el asiento del pasajero y se apresura a entrar de nuevo a la casa. Regresa con la pañalera de Estrella y la coloca en el asiento trasero antes de tomar el volante con firmeza. El motor ruge al encenderse, y el auto se pone en marcha, surcando las calles con una urgencia que refleja la gravedad de la situación.

Cada bache en el camino es una puñalada en mi cuerpo, y toco mi vientre con ternura, tratando de tranquilizar a la pequeña intrusa . El dolor es tan intenso que incluso el simple acto de respirar se convierte en un desafío. Cierro los ojos con fuerza, buscando refugio en la oscuridad detrás de mis párpados, pero el dolor persiste, implacable.

Al llegar al hospital, Arturo me carga en brazos, su rostro reflejando una mezcla de determinación y preocupación. Las enfermeras se apresuran a nuestro encuentro, buscando una camilla para transportarme hacia la sala de partos. Arturo me acuesta con suavidad, sus ojos encontrando los míos en un momento de conexión y complicidad. En ese instante, mi amor por él se intensifica, pero el dolor que me consume me devuelve cruelmente a la realidad. Mis gritos llenan los pasillos del hospital, un eco desgarrador de la lucha que se libra dentro de mí.

En la sala de partos, el aire está cargado de tensión y anticipación. Mi cuerpo está empapado de sudor, y el dolor que me consume es casi insoportable. El doctor se acerca a mí con una inyección en la mano, y aunque sé que será un alivio momentáneo, apenas puedo contener el aliento ante la idea de otro pinchazo. Inhalo profundamente, tratando de calmarme, y exhalo lentamente mientras siento la punzada aguda del medicamento recorriendo mi cuerpo.

El dolor persiste, como una tormenta que amenaza con arrastrarme. Soplo con fuerza, buscando refugio en cada exhalación, pero el malestar parece invencible. Cierro los ojos con fuerza, deseando desesperadamente encontrar algún resquicio de calma en medio del caos que me envuelve.

Cuando finalmente abro los ojos, me encuentro con la mirada reconfortante de Arturo frente a mí. Se encuentra con un traje de médico, al
Igual que el mío, su pelo está envuelto en un gorro color azul, pienso que este hombre siempre se ve guapo, Sus ojos son un faro de esperanza en medio de la oscuridad, y su mano apretando la mía me tranquiliza. —Todo va a estar bien, Teresa, murmura con voz firme, sus palabras resonando en mi alma con un eco de certeza. —Tienes que ser fuerte. Tú puedes hacerlo.

Su voz me llega como un bálsamo, pero la realidad del dolor me arrebata de nuevo. —No puedo, Arturo, murmuro entre jadeos, la angustia brotando en mis palabras. —Siento que el dolor me está matando.

El eco de la voz del doctor llena la habitación, resonando en mis oídos. —Okey, señorita, necesito que pujes lo más fuerte que puedas, dice con urgencia, su tono de voz reflejando la importancia del momento. Intento seguir sus instrucciones, pero mis piernas se sienten como si estuvieran hechas de plomo, temblando bajo el peso del esfuerzo y la fatiga.

La voz de Arturo se suma al coro de sonidos que llenan la sala, sus palabras cargadas de aliento y apoyo.
—Vamos, Teresa, puja, me insiste con fervor, sus ojos buscando los míos con una mezcla de preocupación. Su presencia a mi lado me da más fuerza, pero incluso su voz no puede ahogar el grito de agonía que escapa de mis labios cuando el dolor alcanza un punto casi insoportable.

—¡Cállate, Arturo!, estallo en un acceso de ira, las palabras saliendo de mis labios antes de que pueda detenerlas. —Todo esto es tu maldita culpa. Tú me embarazaste, acuso, dejando que la rabia y el dolor se entrelacen en mis palabras. Sé que no es justo culparlo en este momento tan crucial, pero la desesperación me empuja a buscar un culpable en medio del caos que me rodea.

A pesar de mi arrebato, la voz firme del doctor corta a través de la habitación, recordándome la tarea que tengo por delante. —Puja más fuerte, ordena, su tono de voz infundiendo. Con un esfuerzo renovado, me obligó a pujar más fuerte. —Mierda no puedo, digo entre jadeos.

—Si puedes amor vamos.

Teresa 2 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora