Capitulo 34

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La escena se vuelve aún más angustiante cuando veo la sangre comenzar a deslizarse por su brazo herido. Un escalofrío recorre mi espalda, y el miedo se apodera de mí al presenciar que se está haciendo daño . A pesar de que continúa desatando su furia sobre todo lo que encuentra a su paso.

—¡Arturo, por favor, detente! Te estás lastimando.
grito desesperadamente, mi voz se escucha llena de temor y angustia. Sus ojos se encuentran con los míos, y en ese instante, puedo ver el rastro de lágrimas que marcan su rostro. El dolor que siento al presenciar su sufrimiento es indescriptible, como si cada lágrima que derrama fuera un golpe directo a mi alma.

—Eso no importa, Teresa. En este momento solo deseo desaparecer, arrancarme este maldito corazón que solo me causa dolor, murmura entre sollozos, sus palabras cargadas de desesperación y desesperanza.

Con el corazón en un puño, me acerco a él, temiendo ser rechazada una vez más, pero ya no puedo contenerme. Con manos temblorosas, intento reconfortarlo, desesperada por hacerle entender la verdad. —No te he engañado, mi amor. Por favor, créeme, te amo. susurro con la voz quebrada por la emoción.

Pero él aparta mis manos bruscamente, como si el simple contacto fuera intolerable. —No, Teresa. Tú no me amas. Nunca lo has hecho. Siempre me eminentes y me engañas, responde con amargura, sus palabras resonando en el aire como un eco de su dolor.

El dolor se apoderaba de cada palabra que pronunciaba, cada una más cortante que la anterior.
—Ya no quiero estar contigo. Haber regresado Regresar fue un error, susurró con la voz entrecortada mientras se alejaba de mí, como si cada paso fuera un intento desesperado por escapar del tormento que lo rodeaba.

Mis palabras brotaban con desesperación, un intento por detener la avalancha de emociones que amenazaba con sepultarnos. —No, mi amor, no podemos terminar así. Fue solo un malentendido, por favor, comprende que no te engañé con Fernando, supliqué, aferrándome a la esperanza de que aún quedara un hilo de amor entre nosotros.

Pero su respuesta fue implacable, desgarradora en su franqueza. —No se trata solo de eso, Teresa. Me mentiste. Te encontraste con él a mis espaldas. Con solo ese acto, destruiste todo lo que habíamos construido. Ni siquiera estoy seguro de si esa bebé es realmente mío. sus palabras cayendo como un martillo sobre mi corazón, destrozándolo en mil pedazos.

El impacto de sus acusaciones me dejó aturdida, incapaz de articular una respuesta coherente. Las lágrimas brotaron de mis ojos como un torrente desbocado, ahogando mis palabras en un mar de angustia. —¡No, Arturo! ¡No puedes decir eso! Por favor, escúchame, te lo ruego. Nunca, desde que nos casamos, me he acostado con alguien que no fuera tu, sollocé, mis palabras mezcladas con el eco de mi propia desesperación.

Pero su incredulidad era palpable, como un muro infranqueable entre nosotros. —No te creo, Teresa, sentenció con voz firme, su mirada llena de desconfianza y dolor. En ese momento, su falta de fe en mí fue el golpe final, un abismo que se abría entre nosotros, separándonos irremediablemente.

Las palabras cortantes resonaban en el aire, cargadas de amargura y dolor. Las lágrimas, testigos silenciosos de mi sufrimiento, fluían sin control por mis mejillas mientras sus palabras caían como dagas en mi corazón. —Eres lo peor que me ha pasado, murmuró con un tono que dejaba entrever toda la decepción y el desencanto que sentía hacia mí. Ante su acusación, me sumí en un silencio abrumador, incapaz de articular una respuesta que pudiera mitigar su dolor o el mío.

La ansiedad comenzó a apoderarse de mí, envolviéndome en un torbellino de emociones desbordadas. Cada palabra pronunciada por él parecía aguijonear mi ser. Sentí cómo mi respiración se volvía más agitada, como si cada inhalación fuera un esfuerzo sobrehumano por llenar mis pulmones de aire. El estrés se apoderaba de mi cuerpo, tensando cada músculo y paralizando mis movimientos.

De repente, como un relámpago en medio de la tormenta, la sensación de asfixia se apoderó de mí. El aire parecía escaparse de mi alcance, como si el universo entero conspirara en mi contra. Todo a mi alrededor comenzó a dar vueltas, una vertiginosa espiral que amenazaba con arrastrarme hacia la oscuridad. Mis ojos se nublaron, el mundo se desvaneció ante mí, y un velo negro se extendió sobre mi visión. Mis piernas, incapaces de soportar el peso de mi angustia, comenzaron a temblar.

Y entonces, en un último suspiro de conciencia, perdí el control sobre mi cuerpo. Las fuerzas me abandonaron, y mis rodillas se doblaron bajo mí, incapaces de sostenerme. Un mareo abrumador se apoderó de mí, y la realidad se desvaneció. Comencé a ver todo borroso intenté sostenerme del escritorio y mis ojos se cerraron por completo.

Pov Arturo

Cuando mis ojos se posan en Teresa, una sensación de angustia me invade al ver cómo su cuerpo comienza a tambalearse, como si las fuerzas la abandonaran repentinamente. Sin pensarlo dos veces, me lanzo hacia ella, justo a tiempo para evitar que caiga al suelo. La sostengo con firmeza entre mis brazos, temeroso de que pueda desplomarse en cualquier momento.

El miedo y la preocupación se reflejan en mi voz cuando intento llamar su atención. "Teresa", murmuro, pero ella sigue inmóvil, sus ojos cerrados como si estuviera sumida en un profundo sueño . Mis nervios se agudizan ante su falta de respuesta, y la urgencia de actuar se apodera de mí.

Sin pensarlo dos veces, la cargo en mis brazos y me apresuro fuera del despacho. El peso de su cuerpo inerte es un recordatorio constante de la fragilidad de su estado. Con paso rápido y determinado, llego hasta mi auto y con cuidado la acomodo en el asiento del acompañante. A pesar del torbellino de emociones que me embarga, desde el odio hasta la preocupación más profunda, sé que en este momento lo único que importa es su bienestar, especialmente el de la bebé que lleva en su vientre.

Mis manos tiemblan sobre el volante mientras intento contener la furia que amenaza con desbordarse en cada uno de mis gestos. Golpeo con fuerza el volante, dejando escapar un grito ahogado por la impotencia. Pero entre la ira y el temor, una única plegaria se repite en mi mente, que Teresa y la bebé estén sanas y salvas. Esa es mi única esperanza en medio de tanto estrés.

Al llegar al hospital, tomo a Teresa en brazos y la llevo hacia adentro. Unas enfermas se acercan y la ponen en una camilla y la llevan hasta una habitación. Mientras tanto, yo me veo relegado a la sala de espera, impotente ante la incertidumbre que se cierne sobre nosotros.

La ansiedad me consume mientras doy vueltas por la sala, incapaz de quedarme quieto. Paso una mano por mi cabello, tratando de contener la frustración que amenaza con desbordarse en cada uno de mis gestos. Cada segundo que pasa se vuelve una eternidad, y el peso del silencio se hace cada vez más insoportable.

De repente, una enfermera se acerca a mí con gentileza, rompiendo el ciclo de mi angustia. Con habilidad experta, se ocupa de mi mano golpeada, que hasta ese momento ni siquiera había sentido el dolor. Su tacto es suave pero firme, y siento un alivio instantáneo al verla extraer uno de los fragmentos de vidrio que se habían incrustado en mi piel.

Teresa 2 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora