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Kent, Inglaterra 1791

Al menos no había muerto nadie. Salvo eso, Peeta  Mellark no tenía ni idea del motivo por el que lo habían mandado llamar a la casa familiar de Kent.
Si alguien hubiera muerto, pensó, su padre se lo habría dicho en el mensaje que le envió a Edimburgo. Lo mandó con un mensajero urgente, por lo que obviamente era un asunto de cierto apremio, pero si alguien hubiera muerto, lord Mellark le habría escrito algo más que: Por favor, vuelve a Crake House lo más rápido que puedas. Es indispensable que tú madre y yo hablemos contigo lo antes posible. Siento mucho haber interrumpido tus estudios. Tu padre que te quiere, Mellark.

Peeta contemplaba los conocidos bosques mientras realizaba la última parte del trayecto. Había viajado de Edimburgo a Londres en coche de postas, de Londres a Maidstone en diligencia y, en ese momento, hacía a caballo los últimos veinticinco kilómetros. Por fin había dejado de llover, gracias a Dios, pero su caballo levantaba una enorme cantidadde barro, y entre las salpicaduras y el polen, tenía la sensación de que cuando por fin llegase a Crake House, parecería tener impétigo.
Crake House. Le quedaba poco más de un kilómetro para llegar. Un baño caliente, comida caliente y después descubriría a qué se debían las prisas de su padre. Ya podía ser algo serio. No la muerte, por supuesto, pero si al final resultaba que lo habían obligado a atravesar dos países solo porque uno de sus hermanos iba a recibir un premio otorgado por el rey, le arrancaría el brazo a alguien, ¡maldita sea!
Y sabía cómo hacerlo. Todos los estudiantes de Medicina debían observar cirugías cada vezque se les presentaba la oportunidad. No era su parte preferida del currículo; prefería los aspectos más cerebrales de la Medicina: evaluar los síntomas y resolver los variables rompecabezas que conducían a un diagnóstico. Pero en los tiempos que corrían era importante saber cómo amputar un miembro. A menudo era la única defensa del médico contra la infección. Lo que no podía curarse podía detenerse en seco.
Sin embargo, era mejor curar. No, era mejor prevenir. Detener los problemas antes de que empezaran. Cuando por fin apareció Crake House, suspiró para sus adentros. Tenía la sensación de que el problema que lo hubiera llevado a Kent en ese lluvioso día de primavera ya estaba bien avanzado. Además, sus hermanos no recibían premios del rey. Los tres eran caballeros muy respetados, pero... en fin. Hizo que el caballo fuera al trote cuando dobló el último recodo del camino. Los árboles desaparecieron de su visión periférica y, de repente, apareció la casa, majestuosa y sólida, con dos siglos y medio de antigüedad, elevándose desde el suelo como una diosa de piedra caliza. Siempre se había asombrado de que un edificio tan grande y ornamental pudiera mantenerse tan escondido hasta estar tan cerca. Suponía que había algo poético en el hecho de que algo que siempre había formado parte de su vida siguiera sorprendiéndolo.
Los rosales de su madre estaban en plena floración, cuajados de flores rojas y rosas, tal como a todos les gustaba, y cuando se acercó, percibió su aroma en el húmedo aire, flotando suavemente sobre su ropa y bajo su nariz. Nunca le había gustado mucho el olor de las rosas, yaque prefería las flores menos delicadas, pero había ciertos momentos, como ese, en los que todo se unía: las rosas, la niebla, la humedad de la tierra...
Estaba en casa. El hecho de no haber llegado de forma voluntaria, y de haberlo hecho un par de semanas antes de lo que pretendía, no pareció importar. Ese era su hogar y estaba en casa, lo tranquilizaba, aunque su cerebro seguía intranquilo, mientras se preguntaba qué desastre había ocurrido para que lo llamaran. Debían de haber alertado a la servidumbre de su inminente llegada, porque un mozo de cuadra estaba esperando en la entrada para ocuparse de su montura y Wheelock abrió la puerta antes incluso de que él subiera los escalones de entrada.

—Señor Peeta—lo saludó el mayordomo—, a su padre le gustaría verlo de inmediato. Peeta señaló su atuendo manchado de barro. —Seguramente querrá que...
—Ha dicho «de inmediato», señor. —Wheelock hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza, pero bastó para señalar la parte trasera de la casa—. Está con su madre en el salón dorado y verde. Peeta se descubrió frunciendo el ceño por la confusión. Su familia no era tan formal como las demás, sobre todo cuando estaban en el campo, pero un gabán salpicado de barro jamás era un atuendo aceptable en el salón preferido de su madre.

Con todo mi corazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora