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Tres semanas después

A Katniss no le gustó mucho la rapidez con la que Peeta se fue de Scotsby al poco de llegar.

Habían pasado una noche juntos. Una.
La señora Hibbert preparó una cena sencilla pero maravillosa. La mujer se había disculpado sin cesar porque era lo único que había podido preparar con lo que había en la casa, ya que apenas si se habían instalado. Les aseguró que prepararía menús apropiados a partir de ese momento. A Katniss no le importó. Podría haberle servido la comida de una posada, con pan de harina recia y sopa de sobras, y no le habría importado. Solo quería estar con Peeta.
A solas. El viaje al norte había sido glorioso. No les había importado que Cabeza de Gato maullara la mitad del tiempo o que el enamoramiento de Sam por Marcy (¿o era Darcy?) no fuera correspondido, para ser correspondido después, y luego ya no, y un poco más tarde...
En fin, la verdad era que no tenía ni idea de lo que había pasado, solo sabía que había sido todo muy dramático y que la historia acabó con la señora Hibbert echándole a su hija un sermón de los que hacían época, aunque luego descubrió que había regañado a la muchacha que no era. Katniss no se dio cuenta de nada de eso. Estaba sumida en una feliz bruma de flamante amor, de conversaciones y de risas compartidas, de momentos tiernos y silenciosos, y de noches de descubrimiento erótico.

El matrimonio, decidió, estaba resultando ser una institución de lo más espléndida. Sin embargo, después llegaron a su destino. Tenía muy claro que las cosas cambiarían. Pero no había previsto con qué rapidez lo harían.
Una noche. Eso fue todo.
Se dio un buen baño, todo un placer después de tantos días de viaje.
E incluso se lavó el pelo,
un proceso que le llevaba muchísimo tiempo. Siempre había envidiado a su hermana Billie, que podía lavárselo, aplicarse un poco de vinagre de sidra de manzana mezclado con aceite de lavanda en el pelo húmedo y liso, peinarse sin más y listo. En su caso, en cambio, nada era tan sencillo. Tenía el pelo muy rizado, pero muy fino. Domarlo, en palabras de Marian, «era la penitencia de un sacerdote». Tenían que secarle el pelo con cuidado o, de lo contrario, se despertaría al día siguiente con un zarzal en la cabeza. O podía trenzarlo nada más. No quedaba tan bien como cuando se lo peinaba con cuidado, lo trataba y lo dejaba secar al aire, pero era mucho más rápido.
Y de haber sabido que Peeta se marcaría a la mañana siguiente, eso habría hecho para poder reunirse antes con él en su nuevo dormitorio. Sonrió pese a la rabia que la consumía en ese momento. Peeta se había vuelto loco cuando se soltó el pelo delante de él, húmedo y sedoso. Fue un gesto ejecutado con suma inocencia; las horquillas se le habían soltado por el peso. Ella levantó una mano para arreglarlo e hizo lo que hacía cuando estaba sola: echar la cabeza hacia delante, sacudirse el pelo y volver a echar la cabeza hacia atrás para que le cayera por la espalda. Jamás había estado tan contenta detener un pelo como el suyo cuando él le hundió ambas manos en los mechones, masculló un «¡Dios!»  y tiró de ella para pegarla a su cuerpo.
Esa noche le dejó un pelo tal revuelto que Marian casi se santiguó al verla a la mañanasiguiente. Katniss se habría echado a reír —Marian ni siquiera era católica—, pero estaba demasiado abatida como para verle la gracia al asunto. Peeta se había marchado. Al menos la había despertado para despedirse. Un suave beso en la mejilla y luego una suave sacudida en el hombro. Katniss lo vio sentado en el borde del colchón, mirándola mientras los débiles rayos de sol se colaban por la alta ventana. Sonrió en aquel momento, porque verlo así siempre la haría sonreír a partir de entonces, se incorporó con descaro para pegar el cuerpo desnudo contra el suyo, ya vestido, y después...

Y después Peeta le dijo que su caballo estaba ensillado y que se iría en cuanto la besara. Se mostró juguetón y dulce, pero la realidad de su inminente partida fue como un viento frío y húmedo. La besó y se fue.
Y no había vuelto en casi una semana. Katniss se pasó varios días enfurruñada. Había mucho que hacer, de modo que se mantuvo ocupada, pero no le gustó que la dejara atrás. Sí, sabía que no podía acompañarlo a Edimburgo, al menos no todavía. Seguía alojado en una casa de huéspedes que no admitía mujeres.
Y sí, era plenamente consciente de que él no la había dejado. Tenía que volver a la universidad. Necesitaba hacerlo. Era un estudiante, y ya había perdido varios exámenes.
Y sí, de acuerdo, sabía que iba a pasar. No se trataba de una sorpresa y no tenía derecho a enfurruñarse. Aunque lo hacía. Se encontraba en un lugar nuevo, en un país nuevo, ¡por el amor de Dios!, en lo que le parecían los páramos de Escocia, y aunque sabía que Peeta se había comportado tal y como debía, se sentía abandonada. Así que se dedicó a hacer que Scotsby se convirtiera en un hogar a pleno rendimiento. Nunca había creído a pies juntillas aquello de que las manos ociosas las cargaba el diablo, pero las manos ocupadas sí servían al propósito de no pensar en cosas desagradables. Claro que no había mucho que hacer. La señora Hibbert también se había puesto manos a la obra para que la casa estuviera en orden y, la verdad, se le daba mejor que a ella. Además, los planes eran no vivir mucho tiempo en Scotsby; al fin y al cabo, ¿no tenían previsto arrendar una casa en Edimburgo? ¿Hasta qué punto quería volcar sus esfuerzos en una casa que pronto se quedaría vacía?Estaba aburrida. Y se sentía sola. Y Peeta se encontraba a horas de distancia, aprendiendo todo tipo de cosas interesantes. En ese momento, casi una semana después de su marcha a Edimburgo, intentaba no parecer impaciente mientras esperaba su regreso. No podía evitar que la impaciencia la abrumara, pero tampoco hacía falta irlo proclamando a los cuatro vientos. Al final, se dio cuenta de que cuando se era la señora de la casa costaba mucho más ser invisible, que cuando se era la hija de la señora.
En Aubrey Hall se podía acurrucar en el alféizar acolchado de una ventana con un libro o retirarse a su habitación y a nadie le parecía raro. Sin embargo, Scotsby era mucho más pequeña. Y como único miembro de la familia presente, contaba con toda la atención del personal de servicio. Al completo.
Era imposible disfrutar de un momento de completa soledad. Intentó fingir que no se encontraba bien, pero las miradas de preocupación fueron inmediatas y evidentes. Estaba claro que su madre los había enviado a todos con instrucciones estrictas de no poner en peligro su «delicada salud». De modo que eso no había funcionado. Aunque por fin llegó el viernes, el día en el que Peeta dijo que volvería. No tenía clases niel sábado ni el domingo (aunque le había advertido de que no siempre era así), y había prometido volver a casa esa noche. Katniss no tenía ni idea de a qué hora debía esperarlo. Según sus cálculos, podía ser en cualquier momento desde cuatro horas después del mediodía hasta la noche. Esperaba que llegara lo más temprano posible.
La cocinera que la señora Hibbert había contratado en el pueblo era una fuente inagotable de historias aterradoras de salteadores de caminos y hadas traviesas. Y aunque a Katniss no le preocupaban demasiado las hadas, la idea de los salteadores de caminos la preocupaba mucho, ya que Peeta viajaba a caballo solo.
Tal vez debería haber usado el carruaje.
Sin embargo, eso habría hecho que viajara más despacio. Suspiró. Estaba literalmente esperando junto a la ventana.

Con todo mi corazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora