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Peeta nunca había planeado permanecer virgen tanto tiempo. Desde luego que nunca sehabía dicho: «No me acostaré con una mujer a menos que estemos casados». No tenía objeción moral alguna a las relaciones sexuales antes del matrimonio y tampoco tenía objeciones religiosas. Tal vez sí tuviera una objeción médica: sabía demasiado sobre la sífilis como para que las relaciones indiscriminadas le resultasen atractivas.
Sin embargo, nunca había tomado la decisión consciente de mantenerse virgen hasta acostarse con su esposa. Se trataba más bien de que nunca se le había presentado la oportunidad. O, al menos, no se le había presentado la oportunidad adecuada, y la idea de hacerlo por el mero hecho de decir que ya lo había hecho nunca le había parecido bien.
Si hacía el amor con una mujer, debía significar algo. No tenía que significar que estaban casados. Ni siquiera debía significar que estaba enamorado. Pero debería significar algo más que tachar algo de una lista.
Tal vez las cosas habrían sido diferentes si lo hubiera hecho cuando era joven, cuando todos sus amigos eran tontos, escandalosos y estaban ansiosos por encontrar el placer. Podría haber sucedido —¡diantres!, habría sucedido casi con total seguridad— durante su primer año en Cambridge de no haber sido por un inoportuno catarro. Un grupo de amigos suyos había salido a divertirse y habían acabado en un burdel de lujo. Tenía la intención de acompañarlos, pero había enfermado el día anterior, y la idea de añadir una resaca a su congestión era más de lo que podía soportar. Así que se había quedado en sus habitaciones, y a sus amigos les habían enseñado a «poner en práctica su virilidad».
Él había escuchado sus alardes porque, en fin, porque tenía diecinueve años. ¿Alguien creía que no iba a escuchar? Aunque también lo hizo porque creía poder aprender algo. En aquel momento se dio cuenta de que ninguno de sus amigos tenía ni idea de lo que estaban hablando, y que si quería aprender
álgo de verdad, debía preguntarle a una mujer. Sin embargo, nunca lo hizo. ¿A quién le iba a preguntar? No obstante, siguió escuchando, y a lo largo de los años los hombres hablaron y alardearon, normalmente cuando estaban un poco —o muy— borrachos. La mayoría de las historias eran pamplinas, pero de vez en cuando se enteraba de algo que lo llevaba a pensar: «Eso tiene cierto sentido». Y guardaba la información en su cerebro. Porque llegaría el momento en el que querría tener esa información. Cuando hiciera el amor con una mujer, quería hacerlo bien. Y ese momento por fin había llegado, y metido en situación, mientras besaba a su esposa, se dio cuenta de que estaba nervioso.
No porque eso fuera nuevo para él, sino porque sería nuevo para ella. Él estaba seguro de que lo iba a disfrutar. ¡Demonios! Tenía la certeza de que seguramente iba a ser la mejor mañana de su vida. Sin embargo, no estaba seguro de poder lograr que fuera la mejor mañana de la vida de Katniss. Ni siquiera estaba seguro de que pudiera lograr que la experiencia fuera agradable, divertida o indolora para ella. Aunque pensándolo bien, si no era bueno para Katniss, no sería la mejor mañana de su vida tampoco. Si alguna vez se encontró en una situación en la que tenía que aplicarse bien y sobresalir, era esa.
—¿Qué pasa? —susurró ella. Se había pasado demasiado tiempo mirándola, se percató.
La había puesto nerviosa.

—Quiero conocerte —dijo en voz baja y teñida de deseo—. Quiero conocer cada centímetro de ti. Katniss se sonrojó al oírlo, y el leve rubor le tiñó las mejillas y el cuello. La besó en la frente, luego en la sien y después en el hoyuelo que tenía cerca de la oreja.

—Eres perfecta —le susurró.
—Nadie es perfecto —repuso ella. Pero lo dijo con voz trémula, como si fuera una respuesta automática, un intento reflejo de aliviar la tensión de un momento que resultaba perturbador por su intensidad.

—Perfecta para mí —murmuró él.

—Eso no lo sabes.
La miró con una sonrisa.
—¿Por qué sigues diciendo semejantes tonterías?
Ella puso los ojos como platos.

—Tú... —dijo y la besó en la nariz— eres...
—añadió antes de besarla en la boca—perfecta...
—siguió, besándola de nuevo en los labios, pero acompañando la caricia con un gruñido— para mí. Volvió a mirarla, satisfecho con su labor. Katniss parpadeó varias veces con rapidez, y fue incapaz de reprimir el placer que sintió por haberla desconcertado por completo. Le costaba saber si la expresión de Katniss era de sorpresa o de deseo —quizás una combinación de ambaso tal vez algo muy distinto—, pero tenía los labios entre abiertos y los ojos abiertos de par en par,y quiso perderse en ambos. ¿Cómo era posible que se hubiera pasado la vida conociéndola y no saber que necesitaba eso?Nunca había visto nada tan hermoso como la piel de Katniss, pálida y luminosa a la luz de la mañana.
Su camisón no estaba diseñado para seducir; era una prenda básica y práctica, al igual que su camisa de dormir, pero mientras se lo subía por las delgadas piernas, centímetro a centímetro, lo agradeció. En algún momento mientras organizaban la apresurada boda, había oído a la madre de Katniss lamentar la falta de un ajuar adecuado. Quería ver a Katniss vestida con seda francesa y encaje belga, pero todavía no. No se creía capaz de soportarlo.

Con todo mi corazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora