Isla de Manhattan
Junio de 1779
Le dolía la cabeza.
Mejor dicho, le dolía muchísimo la cabeza.
Sin embargo, era difícil saber de qué clase de dolor se trataba. Quizá le habían disparado una bala de mosquete. Posiblemente, pues se encontraba en Nueva York (¿o sería en Connecticut?) y era capitán del ejército de Su Majestad.Se estaba librando una guerra, por si alguien no se había dado cuenta.
Pero ese martilleo en particular, como si estuvieran golpeando su cráneo con un cañón (no una bala de cañón, ¿eh?, un cañón de verdad), parecía indicar que lo habían atacado con un instrumento más contundente que una bala. Un yunque, tal vez. Caído desde la ventana de un segundo piso. Mirando el lado positivo, un dolor como ese indicaba que no estaba muerto, un destino que también era posible, teniendo en cuenta los mismos hechos que lo habían llevado a pensar que quizá le habían disparado. Esa guerra que había mencionado... mataba a las personas.
Con alarmante frecuencia. Así que no estaba muerto. Eso estaba bien. Aunque no estaba seguro de dónde se hallaba. Él paso siguiente debería haber sido abrir los ojos. No obstante, tenía unos párpados lo bastante traslúcidos como para saber que era mediodía y, aunque tendía a ver el lado positivo de las cosas, tenía casi la certeza de que, si finalmente abría los ojos, la luz lo cegaría. Por eso los mantuvo cerrados.
Pero escuchó.
No estaba solo.
No distinguía ninguna conversación en particular, pero podía discernir un zumbido de palabras y actividad. Había personas que se movían de un lado a otro, colocaban objetos en las mesas, quizás arrastraban sillas por el suelo. Alguien gemía de dolor.
La mayoría de las voces eran masculinas, pero había por lo menos una dama cerca. Muy cerca: podía oír su respiración. Emitía leves ruidos mientras hacía sus tareas; pronto supo que estás incluían acomodar sus sábanas y tocarle la frente con el dorso de la mano.
Le gustaban esos leves ruidos, los pequeños murmullos y suspiros que ella no debía de percatarse que hacía. Y olía bien, un poco a limón, un poco a jabón. Y también a mucho trabajo. Conocía ese olor. Él mismo lo había tenido, aunque solo por un instante, antes de que se transformara en hedor con todas las de la ley.
Sin embargo, en ella era algo más que agradable. Con una mezcla de olor a tierra. Se preguntó quién sería la que lo atendía con tanta dedicación.
—¿Cómo se encuentra hoy? Peeta se quedó quieto. Esa voz masculina era nueva, y no estaba seguro de querer que nadie supiera que estaba despierto. Aunque no sabía el porqué de esa duda.—No hay cambios —oyó la voz de la mujer.
—Me preocupa. Si no se despierta pronto...
—Lo sé —dijo la mujer con un tono de irritación en su voz, que a Peeta le pareció curioso. —¿Ha podido hacerle tomar caldo?—Solo algunas cucharadas. Temía que se ahogara si seguía insistiendo.
El hombre hizo un ruido indefinido de aprobación.—Por favor, ayúdeme a recordar: ¿cuánto tiempo hace que está en este estado? —Una semana, señor. Cuatro días antes de que yo llegara, y tres desde entonces. Una semana. Peeta reflexionó al respecto. Una semana significaba que debía de ser...
¿Marzo? ¿Abril? Quizá febrero. Y seguramente estaba en Nueva York, no en Connecticut.
Sin embargo, eso no explicaba el terrible dolor de cabeza. Era evidente que había tenido algún accidente. ¿O lo habían atacado? —¿No ha habido ningún cambio? —preguntó el hombre, aunque la dama acababa de decírselo. Ella debía de tener mucha más paciencia que Peeta, ya que respondió con voz serena y clara: —No, señor, ninguno. El hombre emitió un ruido que no llegó a ser gruñido. A Peeta le pareció imposible declasificar.—Eh...
—La mujer se aclaró la garganta—. ¿Ha tenido noticias de mi hermano?¿Su hermano? ¿Quién era su hermano?
—Me temo que no, señora Mellark. ¿Señora Mellark?—Han pasado casi tres meses —dijo ella con voz baja. ¿Señora Mellark? Peeta quería que volvieran a ese tema urgentemente. Por lo que él sabía, solo había un Mellark en América del Norte, y ese era él. Así que, si ella era la señora Mellark...
ESTÁS LEYENDO
Con todo mi corazon
RomanceTodo el mundo sabía que Katniss Everdeen era hija ilegítima. Todos los criados lo sabían. Pero todos querían a Katy; la querían desde el momento en que llegó a Penwood Park a los tres añitos, un pequeño bultito dejado en la grada de la puerta princi...