Epílogo

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Unos años después

—¿No debería hacerlo el médico? Katniss sonrió y le aseguró al señor Bailey que sabía lo que estaba haciendo.

—El doctor Mellark me pide a menudo que suture las heridas —contestó ella, pero el señor Bailey no se quedó tranquilo. Apartó con brusquedad el brazo de la mesa, con lo que casi consiguió reabrir la pequeña sección de la herida que ya había cerrado por completo.

—Quiero al doctor —dijo el hombre.  Katniss inspiró hondo y volvió a sonreír. Entendía por qué los pacientes querían a Peeta. Él era el estimado doctor Mellark, y ella —pese a todos los conocimientos que había adquirido en los últimos años— era, y siempre sería, la señora Mellark. Le gustaba ser la señora Mellark. Le gustaba mucho. Pero en momentos como ese habría sido útil fulminar al señor Bailey con la mirada y decir: «Yo también soy médico».

El doctor y la doctora Mellark. Eso sería maravilloso. Por desgracia, cuando preguntó en la Universidad de Edimburgo la recibieron con incredulidad. Algún día se le concedería a una mujer el título de médico. Estaba segura de eso. Pero ella no lo vería. Por desgracia, también estaba segura de eso.

—¡Doctor Mellark! —lo llamó a gritos. Peeta estaba tratando en la habitación de al lado a otro paciente cuyo estado era más grave que el corte que el señor Bailey tenía en el brazo. Peeta asomó la cabeza. —¿Hay algún problema? —El señor Bailey preferiría que tú le cosieras el brazo —respondió Katniss.

—Le aseguro que no le conviene —dijo él, dirigiéndose al señor Bailey—. Mi esposa es mucho más habilidosa con la aguja que yo.

—Pero usted es el médico. Katniss puso los ojos en blanco anticipándose a lo que sabía que Peeta iba a decir. Habían pasado ya por eso, y sabía que era la única manera de convencer a los hombres como el señor Bailey, pero seguía irritándola.

—Es una mujer, señor Bailey —señaló Peeta con una sonrisa condescendiente—. ¿Acaso no se les da mejor manejar las agujas y el hilo?
—Supongo que...
—Déjeme ver lo que ha hecho hasta el momento.
El señor Bailey le mostró el brazo a Peeta. Katniss no había logrado avanzar mucho antetsde que empezara a protestar por ser ella quien lo atendía, pero los cinco puntos de sutura eran pequeños y uniformes y, sí, mucho mejores que cualquiera que pudiera haber dado Peeta.

—Estupendo —dijo Peeta, que la miró con una sonrisa antes de seguir hablando con el señor Bailey—. Mire qué parejos son. Le quedará cicatriz, es inevitable, pero será mínima gracias a su habilidad.

—Pero me duele —se quejó el señor Bailey.

—Eso también es inevitable —repuso Peeta, cuya voz empezaba a delatar su impaciencia—. ¿Le gustaría beber un poco de whisky? He descubierto que ayuda. El señor Bailey asintió con la cabeza y aceptó permitir, a regañadientes, que Katniss continuara.

—Eres una santa —le murmuró Peeta al oído antes de volver a la otra habitación. Katniss se mordió la lengua para no replicar antes de volverse hacia el señor Bailey con expresión neutra.
—¿Continuamos? —le preguntó. El señor Bailey colocó el brazo de nuevo en la mesa.

—No pienso quitarle los ojos de encima —le advirtió él.

—Y muy bien que hace —repuso ella con dulzura. Era una lástima que no fuera de los que se desmayaban al ver la sangre. Eso habría facilitado mucho las cosas. Veinte minutos después, ató el nudo y admiró su labor. Había hecho un trabajo excelente,claro que no podía decírselo al señor Bailey. En cambio, le dio instrucciones para que regresaraal cabo de una semana y le aseguró que el doctor Mellark en persona le examinaría la herida antes de decidir si había llegado el momento de quitar los puntos.
El hombre se fue, y ella se limpió las manos y se quitó la bata. Eran casi las seis, lo bastante tarde como para cerrar la pequeña clínica que Peeta había abierto en Bath. Les había encantado vivir en Edimburgo, pero estaba demasiado lejos de la familia. No se podía decir que Bath estuviera a la vuelta de la esquina de Kent, pero ambos querían vivir en una ciudad, y era muy fácil ir a verlos desde allí. Además, Katniss había descubierto que le gustaba que hubiera cierta distancia con su familia. Los quería a todos y ellos la querían a su vez, pero nunca la verían como una mujer adulta y competente. Su madre seguía sufriendo un ataque de pánico cada vez que la oía toser. No, la situación que tenían era estupenda. Echó un vistazo por la clínica. Ese era su lugar.

—Dele tres gotas cada noche antes de acostarse —oyó decir a Peeta mientras acompañaba a su paciente a la puerta—.
Y aplique la cataplasma que le recomendé. Si no se siente mejor en tres días, lo examinaremos de nuevo. —¿Y si se encuentra mejor? —preguntó una mujer. —En ese caso, todos nos alegraremos mucho —respondió Peeta. Katniss sonrió. Se imaginaba a la perfección su cara, afable y tranquilizadora.
La verdad, era un médico excelente. Un hombre excelente. La puerta principal se cerró y oyó que Peeta cerraba con llave. Vivían en la planta alta y podían acceder al piso por una escalera situada en la parte trasera.—¿Por qué sonríes? —le preguntó él cuando apareció en la puerta.

—Porque estaba pensando en ti. —¿En mí? Espero que sea por algo bueno.

—Estoy sonriendo.
—Pues sí. Perdóname por no haberlo captado. Katniss cruzó la pequeña estancia y se puso de puntillas para darle un beso.

—Solo estaba pensando que este es mi lugar —le dijo—. Aquí —continuó antes de darle un beso en la otra mejilla—, contigo.

—Eso podría habértelo dicho yo —murmuró Peeta, que inclinó la cabeza.
Y en esa ocasión fue él quien la besó.

Con todo mi corazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora