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—¿Katniss a? A Peeta casi se le paró el corazón al salir del auditorio y ver a Jameson esperándolo en el pasillo. No había motivo alguno para que el criado estuviera allí, en Edimburgo, y mucho menos en los terrenos de la Facultad de Medicina.
No había motivo alguno, salvo una emergencia. Jameson debió de ver el pánico en la cara de su señor, porque antes de que Peeta pudiera decir algo más que: «¿Qué hac...?» soltó: —¡No pasa nada, señor! Aún parpadeando por la sorpresa —y sí, por la preocupación, aunque le había asegurado que no había motivo para ello—, Peeta dejó que el criado lo llevara al soleado patio donde lo esperaba su esposa. —¿Katniss? —repitió. Ella estaba hablando con su doncella y no debió de oírlo la primera vez—. ¿Qué haces aquí? —¡Peeta! —exclamó ella con evidente alegría. Se puso en pie de un salto para saludarlo—. ¡Tengo espléndidas noticias!
Lo primero que pensó fue: «Está embarazada». Aunque era demasiado pronto. No para que ocurriera: el comportamiento que habían demostrado de un tiempo a esa parte garantizaba que acabara ocurriendo. Pero le parecía demasiado pronto para que ella lo supiera con certeza. Tal vez pudiera sospecharlo, pero no saberlo. Y además, no era el tipo de cosas que ella le diría en medio de un concurrido patio universitario. Tomó las manos que ella le tendía, aunque la alegría que veía en su cara seguía provocándole cierto recelo. —¿Qué pasa? —le preguntó. —¡Ay! No pongas esa cara de preocupación —replicó ella—. Te prometo que solo son buenas noticias.

—Estoy preocupado —admitió—. No puedo evitarlo. No esperaba verte aquí. Por no hablar de que nunca había estado en Edimburgo. No conocía la ciudad, y había muchas zonas que no eran seguras para una dama. ¡Demonios! Había muchas zonas que no eran seguras para él. —He hablado con el señor McDiarmid —explicó ella. —¿Con quién?Vio que una fugaz expresión impaciente aparecía en la cara de Katniss, pero tuvo la impresión de que ella se desentendía de la emoción enseguida.

—Con el señor McDiarmid. El administrador de fincas.—¡Ah, sí! —¡Maldición! Llevaba más de una semana queriendo ir a ver al hombre. Era dificilísimo sacar el tiempo necesario con todos sus compromisos académicos—.
El secretario de mi padre.—No, ha estado en contacto con el secretario de tu padre —lo corrigió Katniss, que le dio un apretoncito en las manos antes de apartar las suyas—. Te aseguro que no ha visto a tu padre en persona en la vida. De haberlo hecho...
En fin, eso ahora no viene a cuento. Peeta la miró fijamente un instante, pero no, no parecía que Katniss estuviera dispuesta a aclarar el misterioso comentario.
—¿Te importaría decirme qué pasa? —le preguntó. La verdad, no le quedaban fuerzas para adivinarlo.
—¡He encontrado una casa! —exclamó ella.

—Vaya, eso es marav...
Sin embargo, estaba demasiado emocionada como para oír cómo la felicitaba.

—Al principio no quería enseñarme nada —continuó, seguramente sin darse cuenta siquiera de que lo había interrumpido—. No dejaba de insistir en que tú tenías que estar presente, aunquyele dije que estabas ocupadísimo y que si quería que usáramos sus servicios, iba a tener que tratar conmigo.

—Hizo una pausa para poner los ojos en blanco—. La verdad es que no es un hombre agradable, pero lo he soportado porque solo quería encontrar una casa.—¿Has arrendado una casa? —le preguntó.

—No he firmado nada, por supuesto. Eso tienes que hacerlo tú. Pero le dije que me habías encomendado la búsqueda y que estarías de acuerdo con lo que yo eligiera. —Entrecerró un poco los ojos y apretó los labios antes de añadir—: Más vale que te guste lo que he elegido, porque sino voy a quedar como una tonta y, lo que es peor, ese horrible hombre no volverá a hacer tratos con una mujer.

—Parece que las mujeres no deberían querer hacer tratos con él —repuso.
—No me quedaba alternativa, no si quería algo de inmediato. Además —añadió al tiempo que agitaba una mano en el aire, como dando a entender que era algo evidente—, no sé dónde encontrar a otro administrador de fincas. «Seguramente todos sean iguales», pensó Peeta.
Casi todos los hombres estarían dispuestos a hacer tratos con una viuda, que podía firmar sus propios contratos, pero no con una dama casada.
No cuando su marido podía llevarle la contraria en un abrir y cerrar de ojos. —¿Cómo conseguiste que te enseñara las propiedades adecuadas? —le preguntó. Ella lo miró con una sonrisa descarada.

Con todo mi corazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora