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Crake House, esa misma noche se mirara por donde se mirase, los primeros pensamientos no platónicos de Peeta sobre Katniss Everdeen fueron desconcertantes. Rayanos en el aturdimiento. Desde luego que era guapa —no habría podido negarlo de preguntárselo alguien—, pero tampoco le había prestado mucha atención más allá de... de ser quien era.

Era Katniss Everdeen, tenía los ojos grises como su madre y era la única pelirroja de la familia. Eso era lo único en lo que se había fijado. Un momento. No. Tenía los dientes derechos. Supuso que en eso sí se había fijado. Era de estatura media. No se había percatado de eso, pero si alguien le hubiera preguntado cuánto medía, podría haber hecho una estimación razonable.
Sin embargo, después bromearon sobre bebés que explotaban y ella hizo ese gesto con la mano, momento en el que se fijó, sin saber por qué, en su muñeca. Su muñeca. Estaba riéndose y mirándola, y ella hizo eso... Un giro, un ademán, un movimiento rápido...
como quiera que se llamase lo que hacían las mujeres con las manos, esos gestos tan pequeños que eran tan elocuentes y que parecían aumentar por completo su belleza. Fue un gesto muy inocente, a todas luces sin ánimo de coquetear, hecho sin más para resaltar su humor ácido. Simple, inocente.
Y si su padre no hubiera sugerido que se casaran, Peeta estaba seguro de que nunca habría mirado la parte interna de la muñeca de Katniss, y mucho menos habría reparado en ella.
Y justo entonces desvió la mirada de su muñeca a su cara. Y pensó en besarla.
A Katniss. ¡A Katniss!
No podía besar a Katniss. Sería como besar a su hermana. —¿Hermana? No —dijo en voz alta, hablándole a la noche. Estaba sentado junto a la ventana abierta de su dormitorio, mirando las estrellas que no podía ver. El cielo estaba nublado. Hacía mucho aire. Katniss no era su hermana. De eso estaba seguro. De lo demás, sin embargo... Pensar en bebés que explotaban parecía mucho más seguro que pensar en la muñeca de Katniss.
O para ser más exactos, pensar en reírse sobre lo absurdo de los bebés que explotaban parecía más seguro que pensar en besar la parte interna de la muñeca de Katniss. ¿Podría besarla? Volvió una mano para dejar la palma hacia arriba —o más bien con el puño hacia arriba, porque no se sentía muy relajado— y se miró la cara interna de la muñeca. Sí. Por supuesto que podría. Pero ¿quería hacerlo? Miró hacia el exterior. ¿Podría pasar día tras día y año tras año con ella? ¿En su mesa, en su cama? Nada en la quietud de la noche le respondió que aquello fuera un imposible; sin embargo, sintió la premura del tiempo. No de los segundos, sino de las horas, de los días que le acarrearon una ruina permanente. No podía demorarse mucho más.
Su padre le había comentado cuál sería el macabro futuro inmediato de Katniss: debía encontrar un marido si él no se presentaba para el puesto. Pero él también tenía un futuro inmediato del que ocuparse. Aunque partiera hacia Escocia al día siguiente, habría estado fuera casi un mes. Un mes de clases y de exámenes perdidos. Según sus cálculos, solo podría quedarse en Kent unos cuantos días más, tal vez una semana, antes de retrasarse tanto que le fuera imposible ponerse al día con sus estudios. Tenía que tomar una decisión. Miró la cama. No se la imaginaba allí. «Todavía no», parecía susurrar la noche. Su perfil, sus labios y su muñeca...
Todo se le pasó por la cabeza. Pero cuando trató de retener las imágenes, de mantenerlas fijas y nítidas, lo que sintió fue risa. Con la mirada fija en la cama en la que no acababa de verla, murmuró: —Es que no lo sé. Un soplo de aire le refrescó la piel y se estremeció. «Sí que lo sabes». Se puso en pie, dándole la espalda a la noche. Era hora de acostarse. Por sorprendente que pareciera, durmió. Cuando llegó la mañana, ya había aceptado su destino.
Lo cual sonaba mucho más dramático de lo que era realmente. Pero dados los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas, pensó que se había ganado un toque de dramatismo personal. Tomó prestados los servicios del ayuda de cámara de su hermano para un buen afeitado, se obligó a comer un desayuno copioso y envió a las caballerizas a un criado con la orden de que le prepararán un caballo. Iría a Aubrey Hall, hablaría con Katniss y le pediría que fuera su esposa.
Él no era el culpable de que Katniss se encontrara en una situación tan desesperada. Pero ella tampoco lo era, y la verdad es que no estaba seguro de poder mirarse a la cara en el espejo a sabiendas de que la había abandonado a un futuro incierto.
En realidad, todo era bastante sencillo: tenía los medios para enmendar la situación. Podía salvarla. ¿No era a eso a lo que había dedicado su vida? ¿A salvar a la gente? Ciertamente esa benevolencia debería empezar en casa. O, en ese caso, en la casa señorial que se encontraba a cinco kilómetros de distancia.
Sin embargo, cuando llegó a Aubrey Hall, uno de los criados le informó de que Katniss no estaba en casa; había llevado a sus sobrinos a pasear. Anthony y Benedict Everdeen no le parecían a Peeta el más romántico de los atrezos para una proposición matrimonial; pero claro, esa no sería una proposición matrimonial especialmente romántica. Supuso que podría intentar que lo fuera, pero ella lo calaría de inmediato. Porque sabía que no la quería. Y siendo sus circunstancias las que eran, Katniss sabría muy bien por qué le estaba proponiendo matrimonio. Nadie parecía saber con exactitud adónde habían ido Katniss y los niños, pero el lago parecía el lugar más obvio. La orilla era amplia y tenía una ligera inclinación, perfecta para un adulto que quisiera sentarse cómodamente en una manta mientras vigilaba a dos niños que corrían como dos posesos. La suave pendiente también significaba que era casi imposible caerse al agua.
O si no imposible, al menos muy poco probable. Nada era imposible cuando los niños estaban decididos a darse un chapuzón, pero si uno quería meter la cabeza, había que planearlo. Peeta recordaba que había que trepar a un árbol y arrastrarse por una rama totalmente horizontal al suelo hasta estar lo bastante lejos de la orilla y una vez allí... ¡Paf! Así se hacía. Solo cabía esperar que Anthony y Benedict no lo hubieran descubierto todavía. Atravesó despacio el prado, aprovechando el momento para pensar bien cómo abordar su inminente tarea. ¿Debería preguntárselo sin más? ¿Debería elaborarlo más? Hablar de cómo se conocían desde hacía mucho tiempo, de que siempre habían sido amigos, etcétera, etcétera. La verdad, llegó a la conclusión de que eso no eran más que pamplinas y sospechaba que Katniss sería de la misma opinión, pero le pareció que un hombre debía decir algo antes de soltar sin más un «¿Quieres casarte conmigo?». Supuso que tendría que decidirlo sobre la marcha. No era su estilo; siempre había sido el tipo de estudiante que estudiaba el doble de lo necesario. Pero no había preparación para ese examen. Solo había una pregunta y una respuesta, y la respuesta ni siquiera era suya. Peeta le dio una patada a una piedra mientras recorría el trillado camino que ascendía la cuestecilla que conducía al lago. No estaba seguro de dónde buscar después si Katniss no estaba allí, pero, efectivamente, cuando coronó la cuestecilla, los vio a los tres junto a la orilla. Daba la impresión de que se habían preparado para pasar un buen rato bajo el agradable sol de la mañana. Katniss estaba sentada en una manta de color azul oscuro y tenía al lado una cesta de comida y lo que parecía un cuaderno de dibujo. Los dos niños chillaban y se perseguían de un lado para otro a lo largo de la estrecha franja de tierra que separaba el agua de la hierba. Era una escena preciosa.

Con todo mi corazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora