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Al final del día, Katniss disfrutaba de un maravilloso estado de ánimo en su mayor parte. En su mayor parte.
La hamaca de Cabeza de Gato había aguantado unas impresionantes cinco horas. Cinco gloriosas y maravillosas horas en las que se habían besado, habían dormido un poco y habían vuelto a besarse.
Y en algún momento entre la siesta y los besos, Peeta le regaló la detallada historia, emocionante y truculenta a más no poder, de la fractura abierta de la noche anterior. Estaba fascinada. No era tan inmune a la sangre como le habría gustado: se le revolvió el estómago mientras Peeta le describía cómo recolocó el hueso, pero solo un poquito, y estaba segura de que era algo a lo que podría acostumbrarse con un poco de práctica. Se lo comentó a Peeta, y admitió que a él le sucedía lo mismo cuando empezó a estudiar. Algunos de sus compañeros incluso se habían desmayado. Habían recibido las burlas de los demás, pero al parecer era muy habitual y algo esperado. Casi un ritual de iniciación para cualquier nuevo grupo de estudiantes de Medicina. Katniss no estaba acostumbrada a las historias de hombres que se desmayaban. Cada vez que alguien hablaba de alguien que se había desmayado, parecía que siempre se trataba de una mujer. Sin embargo, hacía tiempo que sospechaba que tenía menos que ver con una supuesta constitución más débil y más con los corsés. Como conocía muy bien la sensación de quedarse sin aliento, Katniss no podía entender que a alguien le hubiera parecido buena idea embutir a las mujeres en prendas que apretaban las costillas, comprimían los pulmones y, en general, impedían hacer algo que requiriera energía o moverse. O respirar.
El caso de su hermana y el fuego en la corte era un buen ejemplo. Billie era la persona más atletica y coordinada que conocía, ya fuera hombre o mujer. ¡Por el amor de Dios!
Si una vez hasta cabalgó montada de espaldas en la silla. Si Billie no era capaz de atravesar una habitación ataviada con tontillo y cotilla sin prenderle fuego a alguien, no se imaginaba quién podría lograrlo. Cierto que cientos de muchachas habían conseguido ser presentadas en la corte sin provocar un incendio, aunque fuera de manera accidental, pero estaba segurísima que ninguna de ellas se sintió cómoda con su vestido. En cualquier caso, nadie hablaba de que los hombres se desmayaran, por lo que Katniss se alegró, y no ocultó su regocijo, al enterarse de que más de uno se caía redondo al suelo la primera vez que veían cómo se diseccionaba un cadáver. Le parecía mal que las mujeres no pudieran ser médicos. Seguramente una mujer médico podría hacerlo mejor a la hora de tratar a pacientes femeninas. Por fuerza tenía que conocer mejor la anatomía femenina que un hombre. Era simple sentido común. Así se lo dijo a Peeta. Él la miró con una expresión pensativa antes de replicar:
—Probablemente tengas razón. Katniss ya se había inclinado hacia delante, preparada para una discusión. Al darse cuenta de que no había tal discusión, volvió a sentarse y fue incapaz de hablar durante un momento. —¿Qué pasa? —le preguntó Peeta.

—Se me acaba de ocurrir que la mayoría de las veces los dichos se convierten en tales porque son verdad. Eso lo hizo sonreír antes de volverse un poco para mirarla a la cara.
—¿A qué te refieres?
—Me has desinflado como si fuera un odre. La sonrisa de Peeta se ensanchó.
—¿Y eso es bueno?
—Lo es para ti. En cambio, ella no sabía muy bien qué hacer. Peeta se echó a reír.—¿Esperabas que me opusiera a que las mujeres se conviertan en médicos?

—No esperaba que capitularas por completo.—No es una capitulación si nunca he estado en el bando contrario —señaló él. —No, supongo que no. —Lo pensó un momento—. Sin embargo, nunca te he oído posicionarse sobre el tema.

—No es algo en lo que haya pensado mucho —admitió él mientras se encogía de hombros—. No me afecta directamente.
—¿Eso crees? —Frunció el ceño. Esas palabras la irritaron, aunque no fuera capaz deprecisar la razón—. Si trabajaras con mujeres —añadió, pensando en voz alta—, podrías ver a tus pacientes de otra manera. Podrías ver el mundo entero de otra manera. Él la miró un buen rato antes de replicar: —Esta conversación parece haber tomado un cariz muy serio. Ella asintió despacio con la cabeza y bajó la vista cuando Peeta entrelazó los dedos de sus manos. Él le dio un tironcito y ella se dejó arrastrar para acabar entre sus brazos.

Con todo mi corazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora