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Katniss Everdeen había perdido muchas cosas en la vida: una libreta encuadernada en piel a la que le tenía especial cariño, la llave del joyero de su hermana Billie y dos zapatos izquierdos; pero esa era la primera vez que perdía la buena reputación. Estaba resultando mucho más difícil de restituir que la libreta. O que los zapatos. Había abierto el joyero de un martillazo y, aunque a nadie le gustó el destrozo resultante, recuperaron sana y salva la pulsera de esmeraldas de Billie.
Y nunca más se la prestó, algo que tenía bien merecido. Pero las buenas reputaciones...
Eran algo escurridizo y veleidoso, resistentes a la reparación y a la restitución, y daba igual que no se tuviera absolutamente NADA QUE VER con lo sucedido para perderla. La sociedad no era amable con las mujeres que se saltaban las reglas. La sociedad no era amable con las mujeres, punto. Katniss miró a sus tres gatos, Judyth, Blanca y Cabeza de Gato, que estaban a los pies de lacama.

—No es justo —les dijo. Judyth le puso una pata gris plateada en el tobillo, el gesto más compasivo que podía esperarse del más distante de los tres felinos.
—No fue culpa mía.
No era la primera vez que decía esas cuatro palabras, en ese orden. —Nunca dije que me casaría con él.
Y esas palabras no era la primera vez que las decía tampoco. Blanca bostezó.

—Lo sé —dijo katniss—. Ni siquiera me salté las reglas. Nunca lo hago.
Era cierto. No lo hacía. Seguramente por eso Freddie Oakes pensó que sería tan fácil saltárselas en su lugar. Suponía que lo había alentado, no para que la secuestrara, evidentemente, pero sí se había comportado como lo haría cualquier jovencita cuando un caballero atractivo le demostraba interés. En todo caso, no lo había desanimado. Bailaron una vez en la velada de lady Manston y luego dos veces en el salón de reuniones local, y cuando se fue a Londres con su madre, él fue a visitarla en Everdeen House como Dios mandaba. No hubo nada, absolutamente nada, en su comportamiento que indicara que fuese un canalla amoral y arruinado. Así que cuando le propuso ir a la librería Pemberton, ella aceptó de buena gana. Le encantaban las librerías, y todo el mundo sabía que las mejores estaban en Londres. Se vistió tal como lo haría una dama soltera para una salida de ese tipo, y cuando Freddie llegó en el carruaje de su familia, se subió con una sonrisa en el rostro acompañada de su doncella Marian.
Las mujeres no viajaban en carruajes cerrados con hombres sin una carabina. Y ella no se saltó esa regla en ningún momento.
Desde la librería fueron paseando hasta la Tetera y la Piña para tomar el té y unas pastas, que estaban deliciosas, y de nuevo todo fue aceptable y lo que se esperaba del comportamiento de una joven bien educada. Quería dejar eso claro, si bien nadie la escuchaba salvo sus gatos. Ella no había hecho nada malo. Nada. Malo. Cuando llegó el momento de marcharse, Freddie se mostró muy amable y solícito; le ofreció una mano para ayudarla a subir al carruaje, tras lo cual él la siguió. El lacayo de los Oakes se acercó para ayudar a Marian a subir, pero en ese momento Freddie les estampó la portezuela en las narices, golpeó el techo con el puño y salieron disparados por Berkeley Street. Estuvieron a punto de atropellar a un perro. Marian sufrió un ataque de histeria. Lo mismo que el lacayo de los Oakes. El muchacho no estaba al tanto del plan y temía tanto por un despido inmediato como por su condenación eterna.
No despidieron al lacayo, ni tampoco a Marian. Tanto los Oakes como los Everdeen sabíande quién era la culpa del escándalo y eran lo bastante abiertos de mente como para no desquitarse con la servidumbre. El resto de la sociedad, en cambio...
¡Ay, ay! Se lo había pasado en grande con la noticia. Y el consenso era que Katniss Everdeen había recibido lo que merecía. «Solterona engreída». «Bruja fea». «Debería agradecérselo. Total, tampoco tenía más pretendientes».Todo era falso, por supuesto. No era una solterona engreída ni una bruja fea, y daba la casualidad de que le habían hecho una proposición de matrimonio, pero cuando decidió no aceptarla también optó por no avergonzar al hombre anunciándolo a los cuatro vientos. Ella era así de agradable. O al menos intentaba serlo. Aunque seguramente fuera una solterona. No estaba segura de la edad que se paraba a la frescura de la juventud de quedarse para vestir santos, pero a los veintiséis años sin duda ya había cruzado esa línea. Sin embargo, lo había hecho por decisión propia. No quería una temporada social en Londres. No era tímida, o al menos no lo creía, pero la idea de pasar los días y las noches fuera de casa y rodeada de una multitud era agotadora.
Lo que su hermana mayor le había contado sobre su estancia en Londres no la convenció de lo contrario. (Billie le prendió literalmente fuego a alguien, aunque no a propósito.) Era cierto que Billie acabó casándose con el futuro conde de Manston, pero eso no tuvo nada que ver con su desastrosa y truncada temporada social. George Rokesby vivía solo a cinco kilómetros de distancia y se conocían de toda la vida. Si Billie podía encontrar un marido si salir del sureste de Inglaterra, seguramente ella también podría hacerlo. No le costó convencer a sus padres de que le permitieran saltarse la tradicional presentación en sociedad. Siempre fue una niña enfermiza que tosía y a la que le faltaba la respiración. Ya sele había pasado, pero su madre seguía preocupada, y tenía que reconocer que había utilizado su enfermedad para salirse con la suya en un par de ocasiones. Claro que no mentía. El aire viciado y contaminado de Londres no podía ser bueno para sus pulmones. Ni para los pulmones de nadie. No obstante, a esas alturas la mitad de Londres pensaba que evitaba las temporadas sociales porque se creía por encima del resto y la otra mitad pensaba que, seguramente, tendría algún defecto espantoso que sus padres intentaban ocultar a ojos de la sociedad. ¡No quisiera Dios que una mujer decidiera no ir a Londres porque no le apetecía hacerlo!
—Estoy pensando con exclamaciones —dijo ella en voz alta. Algo que delataba que no estaba del todo en sus cabales. Estiró los brazos para coger a Blanca, que se encontraba justo asus pies—. ¿Estoy arruinada? —le preguntó a la gata, cuyo pelo era casi todo negro—. Porsupuesto que lo estoy, pero ¿qué significa eso? Blanca se encogió de hombros. O tal vez fue por cómo ella la estaba sujetando.
—Lo siento —murmuró al tiempo que la soltaba, aunque empezó a acariciarla en el lomo, invitándola a que se acurrucara en la posición que más le gustaba. Blanca captó la indirecta, se acurrucó a su lado y empezó a ronronear mientras ella la acariciaba en la parte posterior del cuello. ¿Qué iba a hacer?
—Nunca es culpa del hombre —dijo en voz alta. Freddie Oakes no estaba encerrado en su dormitorio, intentando evitar los sollozos de su madre, que lloraba por su desgracia—. Seguro que están brindando por él en su club. «¡Bien hecho!»
—dijo en voz alta, exagerando la forma de hablar de las clases altas. Que era su propia forma de hablar, pero era fácil hacerlo parecer grotesco—. «Montándotelo con la pequeña de los Everdeen» —dijo, con la misma voz de antes—. «Eso es pensar en tu futuro. He oído que tiene una asignación de cuatrocientas mil libras al año». Era mentira. Que recibiese cuatrocientas mil libras al año, claro. Nadie lo hacía. Pero la exageración mejoraba la historia, y si alguien tenía derecho a embellecerla, era ella. «¿Te la beneficiaste? ¿Lo hiciste? ¿Se la metiste?». ¡Por Dios! Si su madre la oyera. ¿Y qué respondería Freddie a esas preguntas? ¿Mentiría? ¿Importaría acaso? Aunque dijera que no habían mantenido relaciones sexuales...
Y no lo habían hecho. El rodillazo que le dio en las pelotas bastó para que no lo hiciera. Sin embargo, aunque él dijera la verdad y admitiera que no habían dormido en la misma cama, daría igual. Había estado sola con él en un carruaje durante diez horas, y después pasó otras tres con él en una habitación, antes de que se las arreglara para incapacitarlo metafóricamente. Aunque tuviese el himen más intacto del mundo, seguirían considerándola desvirgada.
—Mi himen podría tener un metro de grosor y nadie pensaría que soy virgen.
—Miró a los gatos—. ¿Tengo razón, señoras?Blanca se lamió una pata. Judyth no le hizo ni caso.
Y Cabeza de Gato...
En fin, Cabeza de Gato era un macho. Katniss supuso que el viejo gato romano anaranjado no lo entendería de todos modos. Sin embargo, toda la indignación del mundo no pudo evitar que su imaginación corriera de vuelta a los clubes de Londres, donde los futuros líderes de la nación seguían sin duda cotilleando sobre su caída en desgracia. Era horrible, y espantoso, y no paraba de decirse que a lo mejor no estaban hablando de ella, que a lo mejor habían vuelto a hablar de cosas realmente importantes, como la revolución que había en Francia o el estado de la agricultura en el norte. En fin, cosas de las que deberían preocuparse, ya que la mitad de ellos ocuparían puestos en la Cámara de los Lores en algún momento. Aunque no estaban hablando de eso. En el fondo lo sabía. Habían escrito su nombre en ese maldito libro y estaban apostando a que a finales de mes ya sería la señora Oakes. Y conocía lo bastante a los jóvenes crueles como para saber que le estaban escribiendo cancioncillas y riéndose a carcajadas. «Katniss la marrana». ¡Por Dios, eso era horrible! Y casi seguro que acertado. Seguro que era la clase de cosas que estaban diciendo.
«La benjamina de los Everdeen, seguro que es una... una...». Nada rimaba con Everdeen. Supuso que debería dar las gracias por eso. «Tendrá que casarse contigo, tralarí tralará...». Entrecerró los ojos.

Con todo mi corazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora