2

55 7 2
                                    

Peeta Mellark se paseaba por la cubierta del Infinity para hacer una última inspección del buque antes de zarpar puntualmente a las cuatro de la tarde. Todo parecía estar en orden, de proa a popa, y a excepción de Brown y Green, todos sus hombres estaban presentes y bien preparados para el viaje que tenían por delante.

—¡Pinsley! —llamó Peeta, levantando la cabeza hacia el joven que se ocupaba de los aparejos.

—¡Sí, señor! —respondió Pinsley desde arriba—. ¿Qué necesita, señor?—¿Ha visto a Brown y a Green? Los envié hoy a la cueva a buscar provisiones.
—¿Provisiones, señor? —inquirió Pinsley con una sonrisa maliciosa. Todo el mundo sabía cuál era el encargo que Peeta había dado realmente a Brown y a Green.

—Un pequeño viraje del timón, y quedará colgado de las puntas de sus dedos —advirtió Peeta.

—Están abajo, señor —se apresuró a decir Pinsley con una sonrisa—. Los he visto bajar hace un cuarto de hora.
—¿Abajo? —repitió Peeta, sacudiendo la cabeza. Brown y Green tenían trabajo que hacer; no tenían motivo para estar abajo. Pinsley se encogió de hombros, o al menos eso le pareció a Peeta. Era difícil de saber con el sol en los ojos.

—Llevaban un saco —explicó Pinsley.
—¿Un saco? —repitió Peeta. Los había enviado a buscar una caja de coñac. Todos los hombres tenían sus vicios, y los suyos eran las mujeres al llegar a puerto y el coñac francés en alta mar. Bebía una copa todas las noches después de cenar. De ese modo la vida seguía siendo civilizada o, por lo menos, tan civilizada como a él le gustaba.

—Parecía muy pesado —agregó Pinsley.
—Coñac en un saco —murmuró Peeta—. ¡Madre de Dios! Ya solo serán vidrios rotos y vapores. Alzó la mirada a Pinsley, quien estaba ocupado amarrando los cabos, y luego se dirigió a la angosta escalera que conducía abajo. Tenía como costumbre cruzar algunas palabras con cada uno de los miembros de su tripulación, con independencia de su rango, antes de que el Infinity se hiciera a la mar. Así se aseguraba de que todos conocieran sus tareas en la siguiente misión; sus hombres valoraban aquella demostración de respeto. Su tripulación era pequeña, pero absolutamente leal. Cualquiera de ellos habría dado su vida por él, y Peeta lo sabía. Pero eso se debía a que ellos, a su vez, sabían que su capitán estaba preparado para hacer lo mismo. Era indiscutible que Peeta mandaba, y no había ningún hombre a bordo que se atreviera a cuestionar ninguna de sus órdenes; sin embargo, tampoco había nadie a bordo que quisiera hacerlo.

—¡Señor! Peeta se dio la vuelta. Era Green, quien evidentemente había subido por la otra escalera.—Ah, ahí está —dijo Peeta, haciéndole una señal para que lo siguiera. Green era el miembro más antiguo de su tripulación; había comenzado un día antes que Brown. Desde entonces, la pareja no paraba de discutir como dos viejas.

—¡Señor! —repitió Green, mientras corría por la cubierta para alcanzarlo.

—Hable mientras andamos —dijo Peeta, dándole la espalda mientras caminaba hacia la escalera que llevaba a su camarote—. Necesito asegurar unas cosas en mi camarote.

—Pero señor, necesito decirle...
—¿Y qué diablos ha pasado con mi coñac? —preguntó Peeta, bajando los peldaños de dosen dos—. Pinsley ha dicho que habéis subido a bordo con un saco. ¡Un saco! —añadió, sacudiendo la cabeza.

—Así es —respondió Green, haciendo un ruido extraño. Peeta se dio la vuelta. —¿Se encuentra bien? Green tragó saliva.

—El asunto es...
—¿Le duele la garganta?
—No, señor, yo...
Peeta volvió a girarse, de vuelta a lo suyo.

—Debería ver a Flanders por esa garganta. Él tiene una especie de brebaje para curar el dolor de garganta. Sabe como el demonio, pero surte efecto, doy fe de ello.

Con todo mi corazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora