Capítulo 38

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DISACCORDI I
(Desacuerdos I)

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Cuando llegó a su recámara, Angelo se sentía furioso; esta vez ella los había metido en un gran problema —la escuchó sollozar..., aunque sabía que eso no era posible, pues Annie estaba cruzando el pasillo, con dos puertas de por medio—.

¿Cómo era posible que se hubiese olvidado de la píldora? ¡¿Cómo podía olvidarse una cosa cómo ésa?! —La escuchó sollozar una vez más; la cólera comenzó a suavizarse y volverse desesperación—. Podía, se dijo, recordando que, cuando ella estaba leyendo, se le olvidaba incluso comer, ¿cómo no olvidaría unas píldoras? —La escuchó sollozar una vez más—. Así como se aseguraba de que todo respecto a ella fuera bien, también debió cerciorarse de que se bebiera la píldora —un nuevo sollozo— pero... ¿cómo iba a hacer eso? Ella eligió cuidarse con píldoras y él respetó eso (la respetó a ella, confió en ella); si alguna vez pensó en pedirle que tuviese cuidado de no saltarse las dosis, desistió al encontrarlo indecoroso. Había sentido vergüenza. No concebía molestarla, recordándole sus anticonceptivos, para que él sencillamente pudiera...

«Pero sí lo hice», se dijo.

La quería todo el tiempo y la quería tanto, que ni siquiera se había dado cuenta de que su hermana no había menstruado hacían ya dos meses —por eso ella había estado tan interesada en aquella fecha—. Sí, bien, el ginecólogo había mencionado que la menstruación de algunas mujeres se reducía durante el consumo de la píldora..., pero no había sido eso, sino que a él le resultaba de lo más beneficioso tenerla cada día. En lo personal, Angelo no encontraba inconveniente —o desagrado— al periodo de su hermana, pero a ella no le gustaba tener relaciones en esos días y era muy extraño —todo un logro— cuando lograba convencerla. Simplemente no extrañó su menstruación y la pasó por alto... Era tan descuidado como ella. «Peor: un imbécil» decidió, pues no era culpa de ella ser descuidada; había sido él quien resolvió simplemente no pensar en ello. La culpa era suya. Toda de él.

Llegó a sus oídos un sollozo más; con la piel erizada, Angelo miró sobre su hombro hacia la puerta cerrada.

¿Cómo es que Bianca se había enterado? Si Jess no se lo había dicho a nadie —por lealtad a Annie—, Bianca sí iba a decírselo a todos. "¡Ella lo adivinó!" había dicho Annie. Angelo jadeó. ¿Acaso eran tan obvios? Seguramente. Recordó que, meses atrás, sentía miedo de hablar con su hermana —de tocarla— frente a la familia, pues estaba convencido de que se delataría y, para ése día, ya no le importaba quedarse dormido en su misma cama los siete días de la semana, ya que nadie parecía reparar en ello —o interesarse—. ¿En qué momento dejaron de cuidarse? Había actuado como un niño que roba una golosina a su madre y, ya que ésta no lo nota, toma otra, y luego son dos, y luego tres, y cada vez más hasta volverse completamente evidente el robo.

Era enteramente culpa suya...

Escuchó otro sollozo; éste estaba lleno de dolor y... la visualizó llorando, aterrada. Sintió algo en los huesos. Ella estaba sufriendo: se encontraba sola, tenía miedo... y él le había gritado. La había culpado porque... estaba embarazada. Porque iba a tener un bebé... que era suyo. Que él le había puesto en el vientre, obteniendo, a cambio, mucho placer de ella, quien no había hecho otra cosa que entregarse completamente a él, sin ninguna condición, sin ninguna restricción, llena de amor...

Giró sobre sus talones y volvió junto a ella. Y cuando abrió la puerta, ella lo miró con temor y él se sintió un cretino.

—Perdóname —le suplicó, cerrando con seguro.

Y Annie no esperó ni un sólo segundo. Se arrodilló, con los brazos estirados hacia él, como un cachorro que ha sido apaleado, pero que corre buscando a su humano al primer llamado, lleno de amor y de fe. Eso no hizo que él se sintiera mejor; su hermana no era un perrito, era su Diosa, ¡su vida entera!... su único amor. La abrazó con fuerza y besó su cabeza rubia; ella tembló entre sus brazos.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora