[3] Capítulo 7

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EIN ENGEL
(Un ángel)

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Uriele Petrelli no había podido siquiera hablarle —siquiera acercarse— a ella, por un buen rato.

Nunca había tenido problemas al hablar con las mujeres, pero... ella no era sólo una mujer. No una mujer cualquiera. No pudo prestar atención a nada de lo que los alemanes le decían y, luego de un rato, tampoco ellos parecieron interesados en hablar de negocios.

Fue entonces cuando los ojos grises, de ésa mujer tan impresionante, se posaron en él. Y eso —la manera en que ella lo notó— fue... tranquilizante. Su mirada le dijo que ella también sentía interés por él.

Eso lo animó a acercarse.

—Hola —le dijo, temiendo que su voz lo traicionara y chillara como la de un adolescente en plena pubertad.

Y ella lo miró, sonriendo de lado, seductora..., bellísima.

—¿Quieres una copa? —le preguntó; en ése momento, ella servía coñac en vasos.

—Por favor —suplicó él, intentado adivinar cuántos años tenía ella (oh, Dios, ¡su piel era tan blanca!).

//

Hanna se sintió asombrada al encontrarse con él.

Nunca antes le había gustado un hombre.

Sí, había rostros armoniosos que se encontraba por ahí y deseaba —antiguamente— hacerles una fotografía, pero, en realidad, nunca se había encontrado con un hombre a quien pudiese describir como...

Él era alto, atlético, tenía piel bronceada, rasgos finos y... ¿lo que brillaba en su boca eran colmillos? Era increíblemente apuesto.

... Mucho más que eso.

Pero luego... se preguntó cuál sería su perversión en la cama. Se preguntó cuándo intentaría él rentarla y perdió la sonrisa.

Él podía ser todo lo guapo del mundo, pero no dejaba de ser...

Sin embargo, Hanna se llevó una sorpresa.

//

Uriele no podía decidir qué era más bonito, en ella.

Se sentía en shock, un niño inseguro con cero habilidades sociales y estaba seguro de que ella lo había notado porque, luego de un rato, pareció apiadarse de él y ella comenzó a hacer plática.

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Al principio Hanna no entendía qué pasaba.

Algunos hombres que no sabían cómo hablar con las mujeres, luego de un rato —en el que le informaban al qué se dedicaban— intentaban tocarla —¡a esos cómo los odiaba! Especialmente cuando fingían roces, al ponerle sus manos sobre la cadera baja o rozaban los senos con el dorso de sus manos...—, pero él no hacía nada de eso.

Ése muchacho no intentó tocarla una sola vez. Ni siquiera se acercaba demasiado a ella —no invadió su espacio, no intentó hablarle al oído—. De hecho... parecía nervioso; estaba casi mudo.

... Y entonces él le preguntó si era alemana, cómo se llamaba, cuántos años tenía.

Ése muchacho no estaba interesado en hablar de él, en obtener atención, en sentirse grande, aceptado y hasta querido: él, tan sólo... quería conocerla.

... ¿Por qué él quería conocerla?

—Tú no eres alemán —obvió ella, recelosa... comenzando a sentir interés por él.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora