Capítulo 50

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DAS MÄDCHEN
(La niña)

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Sarah le tiene fobia al agua —en la sala de visitas, del elegante centro de rehabilitación, Irene soltó aquello de manera fría, tajante...

Los ojos hundidos, de Raffaele —quien tenía apenas tenía treinta y cuatro años—, no mostraron reacción alguna; las palabras de su cuñada, crueles, indiferentes ante su dolor, fueron aceptadas como... un castigo más, como algo que se merecía. En cambio, la mirada que le dedicó su marido no podría haber mostrado más incredulidad y desapruebo. ¿Por qué ella la llamaba Sarah? ¡¿Por qué decía aquel nombre?! ¡Ése nombre no se decía más! Y, sobre todo... no ahora que Raffaele intentaba curarse. Ahora que él intentaba perdonarse —aunque, conociéndolo como hacía, sabía que él jamás lo lograría—. ¡¿Por qué, en ese momento, que él intentaba tratar ese alcoholismo en el que había caído gracias a su culpabilidad..., a su dolor?! Por primera vez, Uriele sintió ganas de zarandearla y gritarle a la cara. Raffaele ya tenía demasiado —ya había pagado más de la cuenta— y... todo por culpa suya. La situación de su hermano gemelo, todo su dolor, toda su pérdida, eran sólo culpa suya —él le había arruinado la vida entera—. ¡¿Por qué tenía qué ser precisamente su mujer quien se lo recordara?!

—No puede ni bañarse sola —siguió Irene, indiferente ante las miradas de ambos.

—Irene, ¿me esperas en el recibidor, por favor? —le suplicó Uriele.

—No —se negó ella—. Sus hijos esperan en el recibidor: cuando vaya, me van a preguntar si pueden pasar ya —se volvió de nuevo hacia su cuñado—. ¿Qué les digo?

Raffaele, delgadísimo, vistiendo vaqueros azules, una playera blanca y descalzo, se aclaró la garganta y, con voz débil, le preguntó a su hermano mayor:

—¿Los trajiste? No...

—No dejan de preguntar por ti, Raff —le explicó él—. Quieren verte.

—No los traigas aquí —suplicó él.

Uriele sonrió y sacudió la cabeza.

—Esto no es una prisión, hermano —le dijo.

Y... sus ojos hablaron por él: ahí es donde debería estar, creía Raffaele.

—¿Qué hago con la niña? —siguió Irene—. Ya intenté llevarla con el psicólogo y no habla. Llevé al psicólogo a casa y es peor: se pone a jugar con Angelo y finge que no hay nadie más presente.

Uriele apretó los labios —¿por qué ella intentaba preocupar a su hermano? ¡No había maldita necesidad!—, mientras que Raffaele fruncía el ceño.

—¿Cómo... ¿Cómo que Annie no habla? —¡y él se preocupó!

—No —suspiró Uriele, intentando restarle importancia—: Annie sí habla, ella está muy bien. No habla únicamente con el psicólogo.

—¿Por qué no? —se interesó él.

Uriele sacudió la cabeza, arqueando las cejas.

—Porque no quiere. No quiere y ya.

—Ni tampoco bañarse sola —insistió Irene—. Ya desaguamos la piscina. Y no digo que me moleste, digo que no es sano para ella.

Raffaele suspiró, lento.

—Casi se ahoga —intentó excusar a su pequeña.

—Exacto —soltó Irene, lento. El reproche estaba implícito.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora